La enfermedad acaba de pasar. Me dejó el cuerpo cansado, agotado, dolorido y laxo. Todavía no quiero abrir los ojos, quiero seguir en este capullo de contemplación donde puedo atisbar que sigo aquí.

De nuevo las revelaciones, la enfermedad como un oráculo donde me contemplo sufriente. Ver todo aquello que me pesa, que me agobia, que cargo a ciegas sin querer, sin habérmelo siquiera preguntado.

La enfermedad que también me trae la renuncia, que me hace ver que hay cosas que no quiero cargar. Cuando el frasco al fin desborda, lo primero en caer es siempre lo que estorba.

La enfermedad, la renovación que trae consigo al finalizar su ruta, las ganas que tiene el cuerpo de seguir viviendo, el hambre, el sueño reparado, los intestinos que se alinean para volver a procesar.

La enfermedad silenciosa, sigilosa, que tenía tiempo ahí gestándose, que se desató de pronto. Cuántas cosas no habré hecho para alimentarla, para darle cobijo, ahí, a oscuras.

La enfermedad que acuné y vi crecer hasta convertirse en un monstruo, que vino a cobrarme todas las que debo, las que no he pagado y llevo arrastrando desde lejos. Todo eso que me escondo, que me niego, pero a solas, a oscuras, me permito.

La enfermedad de nuevo, silenciosa, una catástrofe de pronto, que logró pararlo todo, que convirtió mi mundo en un despojo. Por unos días, cierto, que a mí me parecieron siglos. La enfermedad solita que me convirtió en un náufrago.

Acepto de nuevo ver la luz, sentir el placer doloroso de las entrañas vacías pidiendo alimento. Me desenvuelvo del capullo lentamente, lo dejo caer a un lado mío y contemplo, recorriendo mi cuerpo con las manos, la metamorfosis que recorrí estos días, a oscuras, en el silencio de la enfermedad que acaba de pasar.

Sigo viva, también he muerto.