Guardarme en el fondo de la oscuridad, convertirme en reptil, en monstruo y espanto. La niña que fui frente al cauce anegado, el frío lecho. Un cuento que se transformó en un sueño o un sueño que me dio certezas. Ahí está mi simiente, ahí mi cauce.
Desprenderme de mí, cambiar mi piel humana. Dejar que la piel del reptil sea mi abrigo, habitarla. Luego, quizá, volver al agua. Convertirme yo misma en el marasmo, en la carne fría, seca y repulsiva del reptil.
Definir a través de lo que soy la nada. Anularme para dejar que todo aflore, ser de nuevo fantasma, fluir alejada de lo que me he propuesto ser. Perder el propósito y convertirme en cable, desllamarme, no rebautizarme.
Diluirme por entero. Anular la sola experiencia de la vida en mí. Convertir esta respiración en la última y evaporarme. Ser nada, pero nada ser. Desdibujarme. Asirme a fronteras silentes, espacios sin prisa, sin solidez y sin átomos. No ser más ningún átomo agrupándose, no volver a formar moléculas, perder la intención de cada célula.
Deshacer lo hecho, desarmarlo, conjurar un ejercicio de destrucción y anulamiento, reclamar el vacío como última esperanza. Desprenderme, abandonarme, sacar primero los dientes y luego las garras, para abolir mi propia carne, arrancarla, desentrañarla.
Cerrar los ojos y dejar que la oscuridad me abarque, que brote de mí y me desborde, abandonarme. Perderme en la infinitud de mis propios tejidos desechos, ponerle un nombre a cada célula y luego borrarla, para que ya no sea yo la que lleva el nombre.
Desdibujarme, comprender que el sueño es el territorio, el único asidero, y que el sueño ya no puedo gobernarlo y por tanto inteligirlo, recrearlo o procrearlo. Aceptar el sueño como la muerte más pesada, de la que ya no se renace, esa que no es más alimento.