Cuando era niña mis papás solían llevarnos o comprarnos libros en la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil (FILIJ). Una de esas ocasiones trajeron a casa Pipeto, el monito rosado, de Carlo Collodi.

A partir de mayo de este año acudí cada martes al seminario Debe estar volando el mirlo, que imparte la maravillosa Isabel Zapata en Casa Tomada. Además de analizar obras increíbles sobre literatura que explora la complejidad y belleza del mundo animal, cada semana trabajamos un texto que revisamos de forma grupal y que Isabel corrige y edita. El seminario me gustó muchísimo porque, obviamente me encontré con obras fabulosas elegidas por la propia Isabel, pero además pude ejercitar mi propia escritura al explorar otras maneras de narrar y divagar. Fueron varios los textos que trabajé durante este tiempo, pero uno de los que más me retó es esta reescritura del cuento infantil de Collodi.
Parte del material que Isabel nos dio fue el maravilloso cuento de Kafka Informe para una academia, que a su vez hace un eco contundente en el cuento infantil de Collodi. Se trata de la exposición que un mono, ya convertido en humano, realiza sobre su camino hacia la «civilización». La obra es tan poderosa porque, como analizamos en conjunto, da cuenta de la renuncia identitaria que muchas criaturas deben hacer para poder sobrevivir en un mundo humanizado en el que, además, unos cuantos son los que deciden.
Pues bien, luego de todo este contexto, comparto mi ejercicio:
Pipeto, el mono
Pipeto, el más pequeño de todos, nació siendo rosa. Su madre pensó que era algo temporal y que, conforme fuese creciendo, ese colorcito tan tierno, que le daba un aire de vulnerabilidad iría desapareciendo. Pero no, con el paso del tiempo el colorcito cursi sólo se acomodó más en la piel de su monito. Pipeto era rosa, de un rosa pálido, el mismo que tienen las patitas de los cachorros al nacer o algunas narices de gatos peludos, o las panzas de los perritos dálmata. Un rosa que se antoja acariciar, sobar y hasta untarse en los cachetes. Pipeto parecía más un cerdito que un monito.
Pero lo que tenía de rosa también lo tenía de malvado. Pipeto no era un ser bondadoso y dulce. Y no es que sólo se tratara de travesuras, sino de maldad pura. El mono parecía inclinado a buscar la desgracia y el enojo de los demás como forma principal de entretenerse, por lo que se la pasaba gastando bromas aquí y allá sin que nadie pudiera hacer nada para prevenirlo. Cuando menos lo esperaban, vecinos, amigos o la propia familia del monito podían terminar con un panal de abejas enfurecidas persiguiéndoles, la casa inundada o a punto de comerse una manzana podrida en lugar de la fruta que celosamente habían guardado en un escondite secreto. Nada podía parar al mono que gozaba con el sufrimiento y enojo de los otros.

Un día la familia de Pipeto decidió cambiar de casa. Su padre, madre y hermanos subieron sus pertenencias a una carretilla y salieron en busca de un nuevo lugar en el bosque para poder establecerse. Pronto encontraron el paraje ideal y una vez que se cercioraron de que nadie más habitaba ahí, comenzaron a descargar su equipaje. Pipeto, en lugar de trabajar junto a su familia, decidió dar un paseo para recorrer su nuevo barrio. Encontró un río muy cerca y ahí, flotando en soledad, vio una lancha pequeña a la que decidió acercarse. No parecía haber nadie más, así que subió a la lancha. Cuando menos lo esperaba, una lona que cubría a un humano lo envolvió y éste lo atrapó. Gritó y chilló para pedir auxilio, pero nadie se atrevió a acercarse. El humano descubrió su cabeza con cuidado para que pudiera respirar bien, ató su cuerpo con la lona a manera de taco para inmovilizarlo y se lo llevó consigo.
Tardaron un buen rato en llegar a su destino. El señor que lo atrapó solía ir al río a pescar y dormir la siesta debajo de la lona con la que había envuelto a Pipeto. Su casa era amplia y bonita. Ahí había una señora y dos niños pequeños, una niña que hablaba, corría y jugaba y un bebé que apenas gateaba. Los dos se acercaron con mucha curiosidad para conocerlo. Su padre estaba orgulloso de su hallazgo: un monito rosa, delicado y precioso al que podrían cuidar. La niña pidió llevárselo a su cuarto. Estaba ansiosa por probarle los vestidos de sus muñecas y ver cómo lucía, pero el padre le dijo que no, que esperara un rato a ver cómo se comportaba.
Al principio Pipeto hizo alarde de ferocidad para no dejar que ninguno de los humanos se acercara a él. Pero la puesta en escena terminó cuando le acercaron un panqué de plátano cubierto con crema de cacahuate que olía delicioso. Ahí no hubo manera de seguir fingiendo. Se abalanzó y se lo terminó en un santiamén. Y fue entonces cuando la niña se dio cuenta de la manera en que podría lograr casi cualquier cosa que quisiera con ese mono. Una semana después y principalmente durante las sesiones diarias de té, Pipeto portaba un trajecito hecho a medida, que la madre de la niña había confeccionado para él.
Muy poco tardó Pipeto en volver a las andadas. Aunque no podía salir porque tenía una cadenita en el pie que le impedía irse demasiado lejos, sí tenía oportunidad de deambular por la casa más o menos a su antojo. De tal modo que pronto empezó a planear nuevas bromas a los miembros de la familia. Su principal pasatiempo era desordenar las estanterías. Así, un zapato podía aparecer en pleno refrigerador, un sombrero en el horno de la estufa y el guiso del día en la cama de los señores.
Lo que empezó como un sueño de comodidad y riqueza terminó aburriendo muchísimo al monito, quien ya no se encontraba tan a gusto como al principio en su nuevo hogar. Un día, mientras el padre dormía, decidió robarle las llaves para liberarse de la cadena que lo mantenía en aquella casa. Lo logró sin mucho esfuerzo, así que se quitó su trajecito, uno de los siete que para ese entonces ya había confeccionado la señora, y salió a dar un paseo. Planeaba regresar para la cena, con suerte comería de nuevo aquel delicioso panqué de plátano del primer día.
El monito vagabundeó por aquí y por allá en el barrio y se encontró con un lugar increíble: un zoológico en el que muchos animales permanecían en jaulas. Estaba cerrado porque era lunes. Se metió a la jaula del león atraído por un árbol que se le antojó mucho escalar. Así que saltó y pronto estuvo ante el rey enjaulado, que ya no parecía tan fiero como solían calificarlo. Decidió saludar, el rey le contestó con desgano, estaba a media siesta y no le gustaba nada ser interrumpido. Pipeto se puso a preguntarle cosas. Algo lo hacía pensar que, por estar encerrado, el rey era menos fiero de lo que parecía, así que decidió gastarle una pequeña broma de las que acostumbraba. Se percató de que en el plato había un pedazo de carne fresca que su majestad no había ingerido y pensó que sería ideal esconderlo. A punto estaba de robarlo cuando sintió un dolor agudo y terrible que lo hizo gritar con todas sus fuerzas. Al darse la vuelta notó la desgracia: su cola había desaparecido y el rey se relamía los bigotes con placer. Un rugido bastó para alejar a Pipeto quien, asustado y adolorido, salió huyendo como pudo de ahí.
Corrió a esconderse en un árbol dentro del zoológico. El dolor que sentía era insoportable, pero más lo era la humillación que por primera vez experimentaba. Se sentía desnudo sin su cola. Durante dos días permaneció oculto en aquel árbol. El tercer día, cuando anocheció, y una vez que la cola dejó de sangrar, salió a dar una vuelta. Tenía hambre y de vez en vez le llegaban deliciosos olores que decidió perseguir. No encontró nada, la cafetería estaba cerrada, así que tuvo que asomarse a los grandes botes de basura en los que encontró un verdadero festín: pan de hotdog con mayonesa y catsup fresca, un plátano a medio comer y algunas papas fritas todavía en su bolsita de cartón. Una vez que terminó, se aseguró de regresar los restos de nuevo a la basura y salió a dar un paseo. La mayoría de los animales dormían a esa hora, pero tuvo tiempo de acercarse a una familia de monos que acababan de tener un bebé. Les gritó desde donde estaba. Molestos por ser despertados, le contestaron que se fuera, pero uno de los hijos de la familia, que rondaría más o menos la misma edad de Pipeto, decidió acercarse. Los monitos se miraron con curiosidad, uno frente al otro con una reja entre ellos. El rosado estaba triste, sin bañarse no parecía un mono especial pues su color rosita se escondía debajo de la mugre. El otro lucía como un mono cualquiera. Nunca había habido nada especial en su vida, había nacido en aquel zoológico y sus jaulas y pasillos eran todo lo que conocía. El mono común le preguntó qué hacía ahí y el rosa le contestó que había salido a dar un paseo y que el león se había tragado su cola de un bocado.
Conversaron un poco más. El rosado deslucido no quería alejarse, se sentía a gusto con aquel mono del que pronto se hizo amigo. Permanecieron juntos una semana dentro del zoológico, donde pudieron conocerse más. Un día Pipeto se dio cuenta de que extrañaba a los humanos quizá más que a su propia familia. No le gustaba tener que buscar él solo su comida, quería tener de nuevo una cama calientita y con un suave olor, además de que tenía frío sin la ropita que habían confeccionado para él. Pensó en regresar pero no quería irse sin su nuevo amigo, así que le preguntó si quería acompañarlo. A lo que el otro contestó que sí, pero que no le era posible porque estaba tras las rejas y no conocía otra vida más que la que ahí había llevado. Así que idearon un plan para que su amigo escapara de la jaula: a la hora de la comida, Pipeto salió corriendo para asustar al cuidador, haciéndole creer que un mono había escapado. Éste salió corriendo tras Pipeto y, sin darse cuenta, dejó la puerta de la jaula abierta, así que el mono amigo aprovechó para salir. El guardia no pudo alcanzar a Pipeto y cuando se dio cuenta de su error ya era demasiado tarde. El mono había escapado.
Pasaron una noche más en el zoológico para darle tiempo a su amigo de despedirse de su familia. Mamá lloró muchísimo pero al papá le pareció bien que su hijo se fuera. De cualquier modo ya estaba haciéndose grande y tenía que buscar su propia vida.

Los monitos partieron casi al amanecer para buscar la casa de Pipeto. Llegaron cuando la familia aún dormía. El mono rosa se metió a la recámara de la niña y le acarició el pelo con sus manos simiescas para despertarla. La niña se asustó mucho y gritó cuando lo vio. Se veía sucio, no tenía cola y su color rosado ya no era el mismo. En cambio, se llenó de amor, uno muy parecido al que había sentido por Pipeto, cuando vio al monito del zoológico. Se acercó sigilosamente para conocerlo y éste respondió dejándola tocar su suave cola. La niña encerró a los monos y fue corriendo al cuarto de sus padres para contarles la noticia.
Decidieron adoptar al nuevo mono al igual que a Pipeto. El desayuno fue el mismo pan de plátano con crema de cacahuate que tanto fascinó al rosado. Su amigo, ahora hermano, fue nombrado Alfonso. Con el paso de las semanas, el ajuar de los monos se fue ampliando y también los trucos y buenos modales que la niña se encargó de enseñarles. No volvieron a escapar, se convirtieron en miembros de la familia y aunque nunca pudieron comportarse como niños humanos estuvieron muy, muy cerca cuando aprendieron a dibujar y pintar con acuarelas.