Todos sabemos que vamos a morir, pero saberlo y actuar en consecuencia es algo totalmente diferente. Lo entendí leyendo las enseñanzas de Juan Matus, escritas por Carlos Castaneda en El lado activo del infinito. Y eso me hizo comprender el porqué del terror con que he vivido este último mes.

Hay tantas cosas que quisiera poner por escrito después de lo vivido, que quisiera iniciar ahora y que aún después del paso de los días no han encontrado un lugar para asentarse en mi alma y en mi ser… empezaré diciendo que no tengo derecho a protagonizar nada, que esta historia que a todos nos pertenece y que aún después de más de un párrafo no puedo mencionar, no es mía, pero no puedo vivir de otra manera más que protagonizándola. Sí, yo viví el 19 de septiembre de 1985 sin conciencia y también viví el 19 de septiembre de 2017 en plena conciencia de la pérdida y del duelo ajenos. Hoy sigo sufriendo los estragos nerviosos de 2 terremotos que en menos de un mes pusieron de cabeza mi vida y mi forma de concebir el mundo. Aún ahora me cuesta trabajo, como a tantos de nosotros, conciliar el sueño profundo por toda una noche. Tengo sueño cuando no debería tenerlo y no quiero volver a dormir a mis anchas como lo hice ese 19 de septiembre cuando, regresando de una junta, decidí quitarme mi disfraz de persona confiable y seria y acostarme en la cama de mi hija en ropa interior por lo que iban a ser sólo 20 minutos, para despertarme después de 30 sacudida por un terremoto, una alarma, el crujir de mi entorno y el volcarse de mi vida mientras buscaba la única prenda que pude ponerme para salir corriendo: un pantalón lleno de botones que en mi desesperada carrera no logré abrochar.

Vivo en un piso 17, sobre mí está el techo que comparto como área común con todos mis vecinos en 4 torres con 10 departamentos en cada planta, y también el huerto que tanto anhelé tener desde hace ya varios años. No me canso de repetirlo, no me canso de tratar de transmitir el terror que sentí, sin lograrlo, porque el verdadero y profundo significado de eso va más allá de la consabida exageración que involucra el cómo se siente estando tan arriba un movimiento de más de 7 grados en la escala de Richter. Y el significado, en esta historia que para mal o para bien protagonizo es uno muy simple: durante más de 2 años, mi familia y yo anhelamos un espacio que nos perteneciera por completo, en el que no tuviésemos que vivir en un sótano húmedo y frío que se concibió como un salón o bodega y que fue medioacondicionado como un departamento de una única recámara en un edificio pequeño de 4 plantas. Durante esos 2 años ahorré no sólo para pagar el departamento nuevo, sino para poder comprar mis propios muebles, tener mi propio orden, algo que fuese todo mío y donde pudiera comenzar de nuevo. Y sí, debo aceptarlo, cuando por fin logré ponerlo en orden, en el tiempo récord de menos de un mes, creí que duraría al menos más de un año. Pero no sólo es el terror a la pérdida material, el terror que ahora me invade y que trato de controlar a diario es el de perder a mi familia, lo único que da origen a todo: mi base, mis cimientos, eso donde se pueden montar 17 pisos o más y seguir en pie después de cualquier sacudida.

¿Y qué es esto que nos pasó a todos, que me pasa a mí sino un tener que reescribirlo todo? Un saber permanente que la vida se nos puede ir en minutos, que eso que construimos con años de trabajo, dedicación y sueños, puede acabar convertido en escombros, en una tumba. No hay terror más grande y sí, tampoco hay enseñanza más dura y más certera. ¿Quién pude declararse el mismo hoy que el que era hace tan sólo un mes? Yo no puedo, no sabría y no es que no quiera, lo deseo a diario pero ya no hay vuelta atrás, la memoria no me dejará.

Trato de quedarme con el milagro después de la tragedia, trato de concentrarme en toda la belleza que dejó ver esa sacudida, pero también es difícil silenciar esas voces que de pronto me recuerdan que el ser humano, pese a cualquier calamidad, tiende a ser el mismo cuando el cambio, cuando la sacudida se disipa y debajo el trabajo profundo que cada día necesitamos hacer no se hace. Sí, el gobierno, los políticos, los empresarios corruptos y egoístas, las directoras de colegios desuhumanizados que ven a los niños como un negocio donde puede asentarse un departamento de lujo con jacuzzi y pisos de mármol son los mismos de siempre… pero también, aceptémoslo, nosotros somos los mismos de siempre una vez que la crisis pasa y tratamos de huir de lo que sentimos. Y es triste, es doloroso, es inaceptable, porque uno quisiera que la tragedia no volviera a llamar a la puerta, pero aquí tenemos a México y sus mexicanos para atestiguar que la tragedia puede volver el día en que menos lo esperamos o cuando es tan clásico esperarlo que ya resulta irrisorio que suceda. Otro 19 de septiembre, justo después de un simulacro.

Y hay de voces a voces, está la que nos choca, la del héroe conocido que todo lo protagoniza y al que queremos silenciar por chocante, porque algo en él nos checa; están las voces que trafican con la tragedia, que la aprovechan para hacerse publicidad y llegarnos a los corazones y a la cartera; están las de los políticos otra vez, que no saben dejar de ser lo que son, porque simplemente no están dispuestos a nada más que a ganar, pero también están esas otras voces por las que sentimos compasión y que en realidad son las más aterradoras y las más difíciles de enfrentar que cualquier otra: las voces de las víctimas, de los deudos de las víctimas que claman, desde su tragedia, para recordarnos a todos que ese pudimos ser nosotros, que nadie está a salvo de nada en realidad. Y ahí, ante esas voces sólo están las ganas de abrazar, de consolar, de llenar de amor, porque son las voces de nuestra propia naturaleza frágil, de nuestro ser más profundo, ese donde perdemos el nombre, donde dejamos de ser una conciencia para convertirnos en una especie, en uno solo: el hombre que va a morir y cuya muerte puede suceder en cualquier momento a pesar de todas sus ideas, de todo su dinero, de toda su energía, de todo su amor o de lo que sea. El hombre, yo siendo mortal y como mortal, viviendo sin poder hacer absolutamente nada en contra de una fuerza tan inmensa como la de un cataclismo natural.

Escribo esto con la intención de hacerlo público, de lanzar también mi carta al mar del internet para que se pierda en el minuto uno en que sea publicada, en el triste intento de querer tener una voz, una identidad. Escribo también esperanzada, buscando encontrar consuelo en mi propia voz, la única que de verdad me acompaña todo el tiempo, escribo tratando de darle sentido a esto que estoy viviendo, que es mío y que no puedo protagonizar porque en realidad no vivo una tragedia, sólo el puto miedo que también es una forma trágica de vivir. Pero no puedo hacerme a un lado porque siento, siento, siento, estoy viva, estoy consciente, mis sentidos están alerta cada noche para tratar de escapar, para tratar de hacer hasta el último esfuerzo para preservar las únicas vidas que son lo único verdaderamente valioso para mí: las de mi familia, las de estos seres que amo, que atesoro y que son lo que vale la pena salvar de todo este sueño de tener un nuevo hogar. Y eso es lo que de verdad tengo: el imenso amor que siento, que me prodigan mi hija, mi marido, mi gato y mi familia que vive alejada de las zonas sísmicas. A mí la tragedia no me tocó, pero me ha calado el miedo tan hondo que ya no puedo ser la misma.

El miedo que escribo tratando de alejar de mí. El miedo profundo al dolor, a la desesperanza, pero sobre todo, el miedo a morir. Tengo mucho miedo a morir, pero dicen que el miedo sólo se vence con conocimiento y creo, gracias a esa frase tan sencilla de don Juan para su alumno, que al fin he encontrado una pista. No puedo seguir viviendo como si tuviera todo el tiempo del mundo a mis pies, como si nunca fuera a morir: desperdiciando mi vida en cualquier cosa que no tenga sentido para mí, porque voy a morir, tarde, temprano, en cualquier momento puede suceder y pronto, cuando las tiendas comiencen a llenarse de souvenirs mexicanos que tanto me gustan por el día de muertos, cuando los panteones se llenen de flores y cuando vuelva a poner mi ofrenda, trataré de celebrar también a la muerte; porque pese a todo, a pesar de saber que puedo morir, sé que ya no podría hacerlo nunca. Todo es un eterno devenir, soy un punto infinitamente minúsculo en un universo magnífico, aterrador y sobradamente más allá de mi capacidad de concepción, así que al igual que mis plantas, al igual que el día que inicia cada mañana, al igual que la repetición continua a la que estoy atada, nada acaba, mi vida no es mía y el silencio al final no es más que pura paz.

Hoy decido soltarme, tirarme de cabeza con todo a la vida, con los brazos, el corazón y el alma abiertos para que la vida haga de mí lo que le parezca. Quiero creer que en mí sobrevivirá el inmenso amor que me ha brindado, el infinito cúmulo de posibilidades que me planta cada día a pesar de las tragedias, de la muerte y del miedo. La vida es una elección, y mientras pueda elegir, quiero elegir el amor, quiero elegir la luz, la belleza inmensa que percibo en mi hija cada día, en el amor que comparto con mi marido. Y si para hacerlo necesito recordar todos los días que voy a morir, que así sea. No lo olvidaré.