El origen de la libertad se encuentra en el respirar. Todo el mundo ha podido siempre inhalar cualquier aire, y la libertad de respirar es la única que no ha sido realmente destruida hasta hoy.
Elías Canetti
A veces se me dificulta articular palabras, darles forma para tratar de comunicar lo que ocurre dentro, tender puentes y dejar que las miradas ajenas se asomen a lo que siento. Siento dolor, siento un dolor profundo que ha crecido con los meses. Las imágenes de la ocupación israelí en Palestina son de una brutalidad tan sobrecogedora que me sobrepasan. Hay cosas que no podré olvidar y otras que ya he olvidado y por las que siento culpa de haberlo hecho.
Abrazo a mis hijos, rozo su suave piel y no puedo evitar pensar en las criaturas desmembradas, cuyos cuerpos no han podido siquiera ser enterrados. Pienso en las mil formas de vejaciones que algunos humanos han encontrado para castigar, destruir y negar el mínimo derecho a otros y me espanto. Cierro los ojos imaginando qué haría yo en lugar de las madres palestinas, de las madres de los desaparecidos, de las que encuentran sus cuerpos en fosas comunes y tienen que inteligir a tientas, bajo el horror más innombrable, lo que le pasó a sus hijes. O peor, las que siguen buscándoles después de años.
Cierro los ojos y siento miedo. Pienso que se puede sentir horror y gratitud, miedo y esperanza, dolor y alegría al mismo tiempo y son tantas y tan poderosas todas estas emociones que no me caben, me desbordan y me descuajan. Siento miedo porque sé que si está ocurriendo a un pueblo puede ocurrirle a otro en cualquier momento; también al mío. Siento esperanza porque, pese a todo, el mundo está cambiando, algo se está moviendo y quizá de ahí proviene esta reacción tan desmesurada, tan feroz de los que tienen el poder y temen perderlo. Siento dolor porque mi humanidad, mi sentido vital ha sido ultrajado, mi capacidad para sobreponerme se ve a prueba a cada minuto, con cada imagen que no logra la justicia. Siento alegría porque este dolor tan tremendo ha hecho que valore cada minuto, porque mis hijos están bien, están creciendo y están sanos pese a todo.
Pero también siento culpa, no puedo evitarlo, me siento culpable por poder disfrutar de lo que otros han sido privados. Me siento culpable de mi impotencia y de la frustración que siento. Me horroriza atestiguar que si bien no existían los derechos vitales de todas las criaturas sobre la faz de la Tierra, tampoco existen los derechos humanos después de todo, porque no están garantizados. Me da pavor que el horror sea tan real.

De niña fui muy precoz en muchos sentidos. Desarrollé un morbo especial por las historias del Holocausto y la Segunda Guerra Mundial incluso antes de entrar en la secundaria. Mi abuelo, quien me inició en la lectura, fue mi llave para todas esas historias espantosas a las que me hice afecta desde entonces. Recuerdo con especial atención el libro Los hornos de Hitler, de Olga Lengyel, que él me dejó leer a pesar de la negativa de mis padres y que me sirvió como entrada para muchas otras cosas. No era afecta a leer horrores y barbaridades porque sí, literatura gore, vamos. Era el tema del genocidio, que yo no sabía que existía como tal, lo que me impresionaba: cómo había sido posible que en algún momento, una parte de la humanidad fuera capaz de tolerar que frente a sus ojos fueran exterminados de una manera tan brutal otros seres humanos. ¿Por qué? ¿Bajo qué circunstancias?
Después de visitar el Museo de Memoria y Tolerancia en México, comprendí que lo que yo creía que ya había pasado era un comportamiento recurrente entre la humanidad y que era posible porque, entre muchas otras cosas, la personalidad de la víctima sucumbía ante los intereses prácticos del victimario y que cuando eso pasaba, cuando se podía hallar una justificación moral e ideológica para el sacrificio del otro, la creatividad para el tormento también podía surgir y lo hacía de una forma brutal.
De cualquier forma, ni todas mis lecturas, ni mis reflexiones más profundas me prepararon para esto: ver una tras otra imágenes del genocidio más desgarrador, más cruento y espantoso seguidas por anuncios, por fotos de mis conocidos y mías también, por posts de comida o de cualquier otra cosa que no le permitía a mi cerebro comprender cómo era posible que eso estuviera pasando en ese momento sin que nada ni nadie pudiera pararlo, cómo era posible que eso ocurriera sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo. ¿En qué momento de locura algo así es posible?
Quizá era algo para lo que nos estábamos preparando. Aquí en México es una cosa de todos los días: imágenes virales de estudiantes que son asesinados y cuyos cadáveres desollados son abandonados; cuerpos desmembrados de funcionarios públicos y ciudadanos por igual; cadáveres de muchachas flotando en cisternas abandonadas después de una búsqueda infructuosa por parte de su familia y sus vecinos. ¿Cuántas historias estoy dejando de lado, de cuántas me estoy olvidando? ¿Se puede vivir con todas en la memoria?
Cuando veía aquellas imágenes de pieles humanas convertidas en lámparas, de gente en los huesos encerrada en jaulas; de cadáveres apilados en espera de ser quemados al aire libre o como fuera posible, nunca imaginé que yo viviría algo así en tiempo real, y que quizá algún día mis hijos también me preguntarían, como yo le pregunté a mi abuelo, por qué ocurrió algo así. Mi abuelo, en aquel entonces, me dijo que no lo sabían, que el mundo no sabía lo que estaba pasando en realidad, que se supo cuando terminó la guerra y entraron a esos espantosos lugares: fábricas de muerte. Me pregunto muchísimo lo que voy a decirle a mis nietos cuando me pregunten qué hice yo, cómo pude presenciar algo así sin atreverme a hacer algo. ¿Qué les voy a decir?
Nosotros no tendremos manera de negar que lo supimos todo, que lo vimos con nuestros propios ojos, que los miles de afectados pidieron nuestra ayuda, tocaron nuestras puertas sin que les abriéramos. No podremos negar los montones de videos en los que los palestinos tenían que fingir que nos estaban dando contenido barato, videos de cualquier cosa para evitar que diéramos scroll a sus peticiones de ayuda. Y ahora, diciendo esto, pienso que quizá mi abuelo se equivocó un poco: un genocidio es algo que no puede esconderse. Se sabe, ocurre ante las miradas de indiferencia, incluso aprobatorias de los demás. Los mexicanos que vemos familias centroamericanas en los cruces de nuestra ciudad, pidiendo dinero, sabemos cuál es el destino más probable de esos niños y mujeres, hombres, que buscan llegar a Estados Unidos: la fosa clandestina. En Guatemala se sabía del genocidio y aun así se negó. En Alemania, en Polonia, durante la Segunda Guerra Mundial, la gente sabía lo que estaba pasando, lo vieron frente a sus ojos, el mundo lo sabía y aún así decidió cerrar los ojos mientras no le afectara. Los Aliados no entraron en Alemania para liberar los campos de concentración. Entraron para abolir a su enemigo, entraron cuando fueron bombardeados, cuando sintieron la amenaza del terror en su propio pueblo, nunca para defender al otro.
No actuamos en favor de otros fácilmente. La empatía es un sentimiento complejo, que requiere condiciones muy sutiles y específicas para ocurrir. Atolondrados, anestesiados por los miles de estímulos sensoriales a los que estamos expuestos es muy difícil sentir empatía. Pero hoy más que nunca se necesita que despertemos, que nos hagamos conscientes de lo que está ocurriendo a nuestro alrededor porque todos, sin importar en dónde vivamos, estamos expuestos. La maquinaria de guerra que está exterminando a la población palestina es la misma que nos vende veneno en la comida, la misma que nos sirve basura en los medios digitales y nos mantiene atados al teléfono como autómatas; la misma que depreda los recursos naturales y empobrece a las comunidades; la misma que extrae petróleo, produce energía para gastarla en adornar e iluminar ciudades; la misma que amenaza el hábitat de las ballenas para vender gas; la misma que está destruyendo de a poco los territorios, los ecosistemas, la salud y el bienestar de nuestros propios cuerpos.

El dolor de Palestina es el espejo descarnado de nuestra modernidad. Una que aspira a que sintamos empatía por los soldados que hacen pasar sus buldozers sobre cientos de cuerpos muertos o vivos, masacrándolos, despedazándolos para luego lamentarse porque ya no pueden comer carne con la misma fruición de siempre. Siento miedo, siento mucho miedo, tengo ganas de gritar, de desconectarme por siempre y para siempre jamás de lo que está pasando y disfrutar mi vida. Pero es imposible, mi conciencia no me lo permite. No puedo hacer de cuenta que nada está pasando y gozar de la vida porque es lo último que me queda y de todos modos qué puedo hacer yo. No puedo, no quiero. Quiero exponerme al dolor de la misma manera que me expongo al gozo, quiero seguir disfrutando del jardín de la misma manera que lloro con todo mi corazón por el dolor de los cientos de familias, de niños, de seres humanos y no humanos que están siendo masacrados por la codicia y el hambre de poder de unos cuantos.
Esta es la primera resistencia, esta es la respuesta más humana que podemos darle a lo que sentimos: aceptarlo, no negarlo, no dejar que nos condicionen, saber que aunque no podamos hacer nada (pero sí podemos), siempre, siempre seremos dueños de nuestra capacidad de sentir, de la libertad de escoger si esto nos afecta o no. Me afecta la contaminación del aire que respiro, me afecta la basura que se acumula sin ser aprovechada de manera correcta, me afecta que las ballenas ya no lleguen a las costas de mi país, me afecta que ya no haya tantos bichos en el jardín como antes, me afecta la gentrificación de Oaxaca, me afecta la degradación del suelo y la contaminación de los cenotes de Yucatán, me afecta el dolor de las madres y familiares de los desaparecidos desde hace tantos años, me afecta que en Chiapas los zapatistas hayan encontrado un enemigo tan violento como el narco, me afectan las familias migrantes que se lanzan a su suerte para ser engullidos por el crimen organizado, me afecta, me duele, me espanta y me causa un enorme sufrimiento el año entero del genocidio en Gaza.

A pesar del dolor, a pesar de todo esto que me afecta tanto, escojo, sin cerrar mis ojos, seguir adelante, seguir sembrando arbolitos para que un día alguien los adopte y los cuide; escojo seguir haciendo compost con mi basura, escojo separar la basura y reciclarla, reaprovechar mis aguas grises, no comprar ropa nueva a menos que sea estrictamente necesario, usar el baño seco en casa en lugar del baño de agua, comprarle a los productores más cercanos que tengo, no comprar en cadenas comerciales masivas a menos de que sea estrictamente necesario, escojo no comprar a las empresas que se relacionan con el genocidio en Gaza siempre que tengo conciencia de ello. Escojo vivir, escojo gritar que se pueden hacer las cosas de manera distinta, escojo no conformarme ni bajar la cabeza sin antes ser consciente del mundo en el que vivo.
Cada uno es dueño de su lucha, de sus elecciones. Todos podemos hacer algo en la medida de nuestras posibilidades, desde donar dinero para alguna de esas muchas familias que apenas sobreviven en Gaza hasta acudir a manifestaciones masivas en apoyo a Palestina; o simplemente hablarlo, dedicar unas palabras a su memoria antes de la comida familiar del fin de semana. La resistencia más vital es no cerrar los ojos y saber que aún teniendo las manos atadas podemos elegir, podemos decidir no conformarnos y no negar la verdad. Puede ser que no podamos detener el genocidio en lo personal pero siempre podremos evitar ser cómplices.