Inhalo. Mi cuerpo se siente como un vehículo. Intuyo todo lo que ha viajado y lo que le queda por explorar. Me asiento en él, poderosa y fluida, lo acepto. Llevo un solecito en el pecho que ha cruzado la oscuridad y se abre paso entre las tinieblas para traer al mundo esto que he incubado. Todavía tiene un largo camino para llegar a ser del mundo, pero mío ya no es, ya no está en mí. Lo he parido.

Quisiera decir que todo es alegría, bienestar y calma. Y sí, hay mucha alegría, mucha calma y también muchísimo bienestar. Pero también es cierto que atravieso una temporada de recuperación, de resane. Mis hebras se abrieron, algunas se rompieron, los tejidos se rasgaron para dar paso a lo que me atravesó en su carrera hacia el mundo. Me estoy recuperando y a veces esta espera, esta sanación también se siente con dolor, con uno inexplicable que podría narrar de muchas maneras, pero que no acierto a poner en palabras, en imágenes que me permitan transmitir lo que siento. He parido. No es el cuerpo el que me duele —o sí, pero de un modo muy particular—. Es mi alma la que ha sido vencida, y se ha reventado.
Por su puesto no es éste un estado permanente; es una actitud. Por eso no existe el poeta, sino tan sólo personas que en ocasiones han sabido aquietarse lo suficiente. ¿Lo suficiente para qué? Escuchemos tan sólo un instante. ¿No será tiempo, ahora, de recuperar la escucha? La inspiración forma parte de la respiración. Nuestra respiración. Nuestro ritmo. Pero también el de aquéllos que tenemos a nuestro lado. El ritmo de los otros, el de las cosas-siendo. El de una pared, por ejemplo, el de una piedra… Entre todos, sucedemos.
Chantal Maillard / La baba del caracol
Hace cuatro años, durante una pandemia, decidí que quería escribir un libro, o más bien, una idea germinó en la tierra de mi carne. Llevaba varios años tratando de ponerme a escribir, decidida a recuperar eso que dejé de lado persiguiendo un sueño de prosperidad que no era mío, una impostura «profesional». La escritura se me daba a ratos, pero no encontraba algo que me poseyera, que me impactara tanto y de tal modo que me permitiera seguir adelante pese a todo, en un compromiso de largo alcance. Hasta que llegó el compost. Descubrí que la tierra que cribaba cada cierto tiempo tenía una magia especial que yo no había admirado por completo. Y no es que me hubiera puesto a hacer compost de pronto. La realidad es que tenía varios años ya y llevaba cierto rato asombrada, pero incapaz de observarme a mí y al cambio que esa práctica tan sencilla, tan humilde, había suscitado.
Ocurrió poco a poco. Un día mientras hacía la comida descubrí que tenía muchas ganas de explorar el tema, que en la regeneración, en la transformación de la materia de desecho había algo más que yo no estaba viendo a consciencia pero que ya intuía con tanto poder que me hormigueaba el cuerpo. Entonces se conectó conmigo Celina, que también vivía esa obsesión por la reestructuración, por la transformación y la magia de los procesos de compostaje. Así que decidimos hacer un libro juntas, una obra a dos manos que diera rienda suelta a nuestra creatividad, a nuestras ansias de la expresión artística al mismo tiempo que trabajábamos en una guía práctica para quien quisiera hacer compost. Algo así como un manual poético y ensayístico en el que reflexionábamos al mismo tiempo que llevábamos a la práctica la necesidad de hacer algo, de restaurar y conectarse con la Tierra herida.

La capacidad de Celina para proyectar y estructurar, para dar forma y atemperar los proyectos me catapultó más allá de mí. Ella me dio las primeras herramientas para embarcarme en una de las más preciosas aventuras de mi vida. Celina me dio la capacidad para definir, para proyectar, para seguir adelante y cumplir con los tiempos, para disciplinarme y transformar lo que eran puras ideas en barro que comenzaba a moldearse. Incipiente barro, lleno de porosidades, burdo todavía pero ya tomando una forma.
Luego de varios meses trabajando juntas, Celina abandonó el proyecto. Se puso detrás mío en la bicicleta y cuando me vio pedalear y mantener el equilibrio me dejó seguir sola. Además del agradecimiento más profundo, este libro la lleva también a ella, porque fueron sus ideas, su cariño, su acompañamiento y su soporte los que me llevaron a emprender algo que quizá, sola, no habría podido terminar.
Yo me hice escritora escribiendo este libro. Siempre tuve ganas, necesidad de decir lo que sentía y pensaba escribiendo y ya había escrito muchas cosas, pero no tenía el tesón, el profesionalismo y la entrega; las herramientas y habilidades que una necesita y va desarrollando en el camino de la escritura para convertirse en lo que quiere ser de verdad. No sabía escribir, sabía sentir y esbozar mis pensamientos, pero no transmitirlos atemperados y claros para poder llegar a ser ese puente que une a la verdad con su interlocutor. Así que me di a la tarea de profesionalizarme. Busqué talleres de escritura, acompañamientos para poder darle sentido a lo que estaba incubando pero que no acababa de cobrar forma.

Mi primera parada fue Isabel, ella me ayudó a completar la investigación, a definir por completo el tema, la trama, el sentido exploratorio de mi libro y acabar de meter, en lo que se convirtió en mi gabinete de curiosidades, todo aquello que hacía falta para que mi obsesión cobrara forma. Pero no estaba terminado, de ninguna manera. Mi voz todavía no se escuchaba fuerte y clara, me escondía entre los conceptos y la investigación, no era capaz de dar crédito a la verdad que me animaba a escribir: ese brutal asombro que sentí con todo mi cuerpo hacia la posibilidad maravillosa de que, pese a todo el dolor y la destrucción, la oscuridad y la enfermedad, la Tierra fuera capaz de regenerarse porque la esencia misma del Universo es la regeneración.
Entonces llegó Lourdes. Con toda su generosidad vino a decirme lo que no era capaz de ver pese a todo: que el libro no estaba para nada terminado, que no tenía una voz, que no sabía con quién dialogaba y que, a pesar de que los conceptos parecían interesantes, no era capaz de despertar esa inspiración que tanto me había animado a mí misma a emprender el viaje. Con mi querida Lourdes emprendí el camino de la transformación. Ahí me decidí a ser completamente crítica, a ver mi obra desde el punto de vista de alguien más, más allá de mis propias obsesiones y gustos. En 3 meses reescribí el libro con ella como mi Virgilio, atravesando cada círculo nuevamente para encontrar los demonios, los pecados que no me permitían adueñarme de lo que me había sido otorgado.
Una vez más pensé que el libro estaba terminado. Estaba muy cerca, demasiado cerca, pero no estaba terminado. Al fin tenía un sentido, al fin se trataba de un diálogo, pero le hacía falta un poquito más todavía para ser la mejor versión de lo que estaba destinado a ser. Entonces busqué a Maricela y fue ella y su método de inspiración y respiración el que me permitió conectarme conmigo misma para encontrar el sentido personal que me había llevado al compost. Antes tuve que ponerlo en pausa para volver a donde siempre he pertenecido: la poesía.

Fue la poesía, de la mano de Maricela, la que me reconectó con quien siempre he sido, con mi raíz. Antes de lanzarme de nuevo a la aventura de mejorar y desarrollar el libro sobre la regeneración, tuve que hacer una parada en la maternidad, en los hilos que nos conectan a todos con lo que nace y lo que uno cría, con la verdad poderosa que hay en la crianza y su lazo con lo eterno, con la continuidad. Y sí, la realidad es que estaba ensayando el mismo tema desde una perspectiva distinta. Orillo, que así se llama ese poemario que tampoco está publicado todavía, es el fruto maravilloso de mi necesidad de reconectar el espíritu, de volver a creer que algo mucho más grande que yo misma me ata a la existencia, que mi alma es un hilo y que la continuidad es la verdadera divinidad.
Cuando regresé al compost mi alma ya había mutado una vez más. Nuevas voces, como la de Mariana Matija y su Niñapájaroglaciar o la de Emiliano Ruiz Parra y sus Golondrinas, la de Emanuele Coccia y su Metamorfosis o la de la maravillosa Robin Wall Kimerer y Una trenza de hierba sagrada, me brindaron el valor para contar mi propia historia, la de mis antepasados, la de la tierra donde crecí y que me llevó a comprender que en la regeneración está toda la esperanza que he necesitado siempre.
Nuestra vida adulta no es más perfecta, más nuestra , más humana, más lograda que la del embrión bicelular que sigue a la fecundación del cigoto o que la del viejo que está al borde de la muerte. Cualquier vida, para desplegarse, necesita pasar por una multiplicidad irreductible de formas, un pueblo de cuerpos que asume y del que se desprende con la misma facilidad con la que cambia de vestuario dependiendo de la estación del año. Cada viviente es legión.
Emanuele Coccia / Metamorfosis. La fascinante continuidad de la vida.
Tras dos meses más de frenético trabajo di a luz a mi Componer la tierra, un día antes de cumplir 40 años. Fue un regalo de mí misma para la nueva yo que inició una década más de vida. Hoy estoy todavía recuperándome, feliz, alumbrada, pero abierta, el compost pasó a través de mí y ya alimenta todo lo que soy. Espero pronto tener noticias sobre su publicación. Ese trabajo, el de lograr que llegue a publicarse algún día, es quizá todavía más retador que el propio alumbramiento.
