La muerte es un estadio entre la vida y la regeneración, es la puerta de entrada para la continuidad. Esta frase, así como acabo de plantearla, es el mantra con el que empecé, hace cuatro años ya, un libro sobre la regeneración, sobre la capacidad impresionante de la Tierra, del Universo, para resurgir. Para hablar de ese milagro, de esa fuerza que para mí es la panacea máxima de la existencia -así, sin temor a exagerar-, partí de lo que comúnmente llamamos «basura», pero más específicamente de la forma en que la basura deja de serlo para convertirse en composta, entendida ésta como una práctica de asimilación y recuperación, de contribución y deber. El libro aún no está terminado, a pesar de haberlo anunciado como texto final dos veces ya. Y es que implica demasiado. Significa tanto para mí que el propio texto se ha convertido en una composta.

Además, representa una conquista personal y un compromiso conmigo misma ya que con este libro decidí seguirme, hacerme caso, tomar entre mis manos lo que siempre quise hacer y atreverme a escribir en serio, comprometida. Nació en la pandemia, una época oscura y luminosa que fue para mí como el capullo en el que me encerré mientras me permitía resurgir y cambiar de forma, mutar, como dice Emanuele Coccia a quien tanto debo últimamente:

Cualquier vida, para desplegarse, necesita pasar por una multiplicidad irreductible de formas, un pueblo de cuerpos que asume y del que se desprende con la misma facilidad con la que cambia de vestuario dependiendo de la estación del año.

Coccia, Emanuele. Metamorfosis (p. 11). Edición de Kindle.

Ni siquiera el nombre con el que inicialmente lo titulé es ya el mismo. Cada vez que creo estar en la fase final, descubro que todavía hay mucho por pulir y me siento cada vez más como si estuviera haciendo un preparado alquímico que ha pasado ya por tantas fases de sublimación que es difícil reconocer su antigua cara. Espero que algún día mi trabajo alquímico alcance la perfección, que no es otra cosa que la mejor versión de lo que pudo ser desde el inicio. Mientras tanto, otro libro ha surgido, otro tema y otra voz que, una vez terminado, me reveló que la búsqueda sigue siendo la misma, con un rostro algo distinto pero al final con la misma esencia: la regeneración, la continuidad de todo y la unión que tenemos con la existencia en todas sus formas y cómo la violencia, la imperiosa necesidad humana por escapar del fin, puede llevar a la pérdida de la conciencia, de la conexión intrínseca con la vida.

Escribo esto porque estos días han sido demasiado difíciles para mí, porque tengo cosas atragantadas que necesito sacar a cómo dé lugar antes de que me ahoguen o me envenenen: toxinas acumuladas que proceden de emociones que no alcanzo a digerir del todo y me entorpecen la vida, la asimilación de lo que ocurre a mi alrededor. El bosque se quema: Jilotzingo, Coatepec Harinas, Malinalco, Luvianos, Texcoco, Valle de Bravo, Lerma, Temascalcingo, Axapusco, Villa del Carbón, Chalco, Acambay, Ocoyoacac, Aculco, Villa de Allende, Joquicingo, Amecameca, Texcaltitlán, Amanalco, Ixtapaluca, Morelos, Tenancingo y Ocuilan. Bosques, algunos, en los que crecí, que significaron días de campo con la familia, que fueron mi casa y mi abrigo durante mi infancia. Y yo sólo siento un dolor hondo y una impotencia que me carcome por dentro. Unos días antes de escribir esto quise unirme a una marcha en defensa de esos territorios amenazados, una marcha para pedir a las autoridades que hagan lo necesario para defenderlos. No tuve suerte, la marcha convocada para realizarse en la caseta de Presa Madin, al menos en lo que a mí respecta, resultó un intento fallido de alguien por hacer algo, como casi todo lo que ocurre últimamente.

Cuando era niña solía tener un afán recurrente por hacer algo para salvar el mundo a mi alrededor. Y no es que haya hecho nada en especial, en realidad. No he pertenecido a ningún grupo ecologista ni me uní en mi primera juventud a alguna causa específica; hablo más bien de una necesidad instintiva. Desde que tengo memoria, he vivido con un miedo constante, telúrico a que el planeta se acabe, a que todo se vaya al carajo y de una vez por todas nos extingamos. No sé de dónde salió, nunca entendí porqué mi preocupación por los árboles, las plantas, por los animales, por la basura acumulada y la fealdad creciente. Mi familia no fue especialmente ecologista, más allá de los recuerdos idílicos que guardo de mi abuelo comprando National Geographic y Geomundo para prestármelas, nadie más me enseñó a amar la Tierra de forma directa.

Algunos tíos cultivaban la tierra, tenían propiedades en medio del bosque pero no mostraban una especial inclinación por «cuidar» el campo. Para todos en mi familia, el bosque en el que vivimos era motivo de orgullo porque estaba bonito, porque era como un cuadro bello que presumir a quienes entraban a la casa. Nadie mostró, al menos explícitamente, un sentido vivo de entendimiento y amor por el ecosistema. La inclinación, la urgencia por «hacer algo» surgió en mí, brotó así sin más; lo sé porque recuerdo cómo me causaba especial excitación ver el agua correr por el Río Grande de San Ildefonso, sus árboles enormes que a mí me parecían gigantes guardianes y que me describen el significado de la palabra reverencial.

Con los años, conforme fui creciendo y me fui llenando de intereses distintos a apagar fogatas de basura con los pies -conservo la memoria viva de un episodio en el que me quemé el tobillo justo por hacer eso-, llorar y hacer poemas por las plantas que mis papás cortaban para evitar las quejas de las vecinas por las hojas cayendo en sus porquerizas, o cerrar los ojos cuando viajaba en carretera hacia Villa del Carbón para evitar ver cuánto había avanzado la mancha urbana y cuántos árboles habían desaparecido, me olvidé un poco de mis terrores. Y es que el contacto con el campo -que ya para entonces era poco porque San Ildefonso se había convertido también en un slum, en un barrio periférico como el Golondrinas que describe Emiliano Ruiz Parra, y que da cuenta del modelo de desarrollo desigual de nuestras sociedades-, cesó casi por completo porque mi familia se trasladó a vivir a la Ciudad de México.

Ahí mis intereses cambiaron. Terminé la carrera, me impuse la tarea de independizarme y ganar dinero, me embarqué en relaciones dolorosas y tóxicas que me permitieron verter ahí todo el dramatismo impreso en mi vida infantil y juvenil, por lo que la necesidad de llorar por árboles y ríos fue suplantada por la de llorar por relaciones imposibles. Luego vino el matrimonio, hacer mi propia casa, tener mi espacio, crear mi vida por fin -no me había dado cuenta, ingenuamente, de que lo había estado haciendo todo ese tiempo-. Entonces volvieron los fantasmas, los horrores y las viejas preocupaciones, la paranoia porque «el mundo se va a acabar» y nadie parece darse cuenta.

Me sentía sola frente a la mayor parte de las personas que me rodeaban. Hacía esfuerzos por entender, por tratar de perfeccionar cada vez más y más la forma en la que yo misma vivía. Me propuse hacer de la casa un espacio sustentable, pleno de formas armónicas de relacionarse con el medio. Empecé por crear un sistema de reaprovechamiento de aguas grises y un huerto. Como ya hacía composta, expandí mis horizontes hacia nuevas prácticas de compostaje: composta seca, composta de excrementos para animales y la más arriesgada: composta para baño seco. Justo antes de la pandemia y ya con dos hijos, nos mudamos a una casa donde por fin tuve un jardín para hacer a gusto todo lo que se me ocurriera sin temor a molestar a nadie. No duró mucho mi alegría, a los pocos días de terminar nuestro sistema de reaprovechamiento de aguas grises y justo el día en que inició el confinamiento, recibimos la visita de la secretaría de medio ambiente de nuestra localidad con una «denuncia anónima» ya que «alguien» nos había denunciado por prácticas insalubres y debían verificar la información.

La denuncia no llegó a ningún lado, no sólo no había ninguna mala práctica en lo que habíamos hecho, sino que era todo lo contrario, así que no hubo de qué preocuparse. El episodio me mostró que, en general, algunas personas suelen mostrarse abiertamente hostiles contra quienes hacen las cosas de forma distinta, quizá porque al hacerlo les demuestran que no es verdad que su vida sea así porque no hay más remedio y los dejan desarmados de argumentos para seguir haciendo las cosas como las hacen. No lo sé. Mariana Matija, en Niñapájaroglaciar -que ha sido la última revelación que he recibido y una de las más hermosas hasta ahora-, lo describe así de precioso: «hay gente que piensa que llorar por la muerte de un perro amado es una exageración, pero es porque nunca han amado a un perro, así que en sus vidas no cabe el vacío de esa ausencia. Para que haya espacio para ese vacío, la vida se les tendría que haber expandido antes lo suficiente para contener todo ese amor.»

Además de narrar de forma impresionantemente sensorial su historia de vida, Mariana da cuenta de su amor por «la naturaleza», por su entorno de una forma tan vívida, tan profundamente espiritual que me hizo sentirme acompañada por lo que yo misma sentí cuando era niña. Por eso escribo este texto, a manera de conversación con Mariana, para contarle que yo la entiendo, que yo también me he sentido así y que gracias a ella entendí que eso que siempre pensé que eran exageraciones mías, dramatismo exacerbado, no lo era y en cambio fue más bien un llamado de auxilio, la imperiosa necesidad de recobrar la conexión, de sentirme parte de mi entorno.

Platicando con una gran amiga, mi guía en la escritura, entendí que además de hablar de «la naturaleza», que por estos días he empezado a dejar de ver como un ente separado y a quien concibo mucho más como un entorno que nos enmarca, que nos acoge y nos posibilita la vida, lo que yo he buscado todo este tiempo es recobrar ese lazo con el espíritu que fui perdiendo de a poco conforme crecí.

Para mi generación la religión fue un tema tabú, pero más que nada, una ruptura. Crecí dogmatizada y aleccionada por la religión que me inculcaron mis padres, pero también sentí muy hondo esa necesidad de desarrollo espiritual. Me recuerdo devota, obediente de los mandatos y ritos religiosos al menos hasta la adolescencia, cuando rompí de lleno y de tajo con mi forma de concebir el sentido de la existencia. Ahí perdí la conexión, me deshice de todas las creencias que me estorbaban y me di cuenta de que no era la única. Tanto así que incluso podía decir que para mis contemporáneos de algún modo ser inteligente estaba peleado con ser devoto.

Con el tiempo y quizá debido a la maternidad, recuperé mi sentido de conexión con lo divino, con lo espiritual. Necesitaba volver a experimentar la sensación de que algo más grande que yo me abarcaba, me acogía y le daba sentido a mi existencia y esa conexión maravillosa, ahora lo entiendo, está en mi relación con la Naturaleza, con lo que le ha dado origen a la vida. Por eso, durante esa conversación con mi mentora, comprendí que eso era lo que tanto había ansiado y no se trataba de un ejercicio intelectual nada más -aunque el intelecto también es un camino-, sino una necesidad rebelde de proclamar abiertamente que yo soy una creyente, que creo en la conexión que guardamos todos los seres con la divinidad y que esa divinidad no se expresa solamente a través de símbolos o deidades, sino a través de la relación profunda y armónica con el entorno natural.

Este altar, en San Martín Tilcajete, Oaxaca, es para mí la síntesis perfecta de un adoratorio a la divinidad: lleno de elementos orgánicos, naturales.

Por eso el compost es para mí un camino espiritual, un rito de regeneración, una forma de reencontrarme con lo que voy dejando y en lo que me voy convirtiendo, de mi propia alquimia de ser. Hoy comprendo que ese ejercicio se vive en comunidad, acompañado, que las cosas que uno hace en lo individual, tarde o temprano y de formas que uno a veces no espera, acaban compartiéndose entre otros, así como mi madre que ya no tolera que le den bolsas en la carnicería y lleva su plato a la tienda para comprar cualquier cosa.