Es 20 de mayo y yo estoy triste. Lo proclamo, me lo aviento encima como la playera sucia que uno se quita y arroja con desprecio cuando le urge darse un baño. Por la mañana sentí cómo mi alma me la aventaba así sin más, a la cara. No huele bien, huele añeja. Me embarga una tristeza sin razón que no recuerdo, con la que apenas empecé a cruzar palabra. No dice mucho, se hace del rogar. Me saludó y sólo contesta con monosílabos a mis preguntas. Al parecer emergió de mí, del fondo oscuro de un abismo al que nunca, ni por equivocación, me había asomado. No parece haber venido aquí a instalarse, sino simplemente a revelarse. No trae equipaje o cosas que me hagan creer que piensa quedarse mucho tiempo. Eso espero. Es una tristeza de mí y he de decir que no es muy guapa. Está vieja, empiezan a notársele las canas. Su piel seca y parda me revela un descuido que quizá es lo que viene a reclamarme. No había puesto atención a esta tristeza. Y es que no nació siendo una tristeza, nació siendo algo que yo decidí ignorar y hacer a un lado. Ya ni sé qué era, ojalá me lo dijera. Por eso, porque nunca fue muy agraciada, porque no me revelaba de mí aspectos luminosos o placenteros, fue que decidí ignorar a esta señora que ahora es una tristeza. Está flaca, parece que no ha comido en días. Sin embargo, subsiste, se aferra a no morir y no hacerse a un lado. Es como si, agazapada en ese rincón oscuro de mi alma, se hubiera alimentado día a día con migajas que no le daban fuerza, que apenas le permitieron seguir existiendo para revelarse un día. Hoy decidió emerger desde el silencio. Vino y se puso frente a mí sin decir nada. Apenas saludó. Me dio un susto cuando la vi ahí parada, con su ropa hecha jirones, vieja y manchada. Me miró de frente en medio del desayuno de los niños y el quehacer de todos los días. Su presencia desentona, no tiene nada que ver con este espacio que ahora estamos compartiendo. La luz no hace sino revelarme todas sus imperfecciones. Yo no sé cómo convivir con una tristeza así. Nadie me preparó para ella. Es una invitada muy incómoda, no me deja hacer nada. No es que me ate las manos, es que no me inspira, más bien me aletarga, me sume en la miseria; permanece quieta, mirándome, reclamándome con los ojos algo que no se le pega la gana decir. Y son tan penetrantes sus ojos que no me permiten concentrarme, seguir con mi rutina, olvidarla de nuevo. Supongo que tendré que convivir con ella hasta que decida hablar, contarme quién es y de dónde viene, cuándo nació y qué quiere de mí. Quizá no me diga nada, quizá sólo quiera que yo me sienta tan mal como ella y, cuando lo logre, cuando me lleve al abismo ese del que salió, se sienta satisfecha y decida irse. Por lo pronto aquí la tengo. Conviviendo conmigo. Mi tristeza del 20 de mayo.
