Encerrados, con miedo ante la posibilidad de que nuestra familia o nosotros mismos podamos contraer una enfermedad que nos lleve a la muerte o que genere secuelas difíciles de superar, es muy fácil creer que no tenemos nada más por hacer que esperar. Quizá a que una vacuna o una cura milagrosa algún día nos permita recuperar, si ya no la vida que teníamos antes, sí la posibilidad mínima de volver a ver a nuestros queridos, abrazarlos y estar juntos de nuevo.

Pensamos que la solución a este problema está en las manos de los científicos, de los gobiernos y de las empresas farmacéuticas y que más allá de usar un cubrebocas, distanciarnos y mantenernos aislados lo más posible, nada más hay que hacer. Y la realidad es que con eso ya hacemos bastante para detener la propagación, pero no para combatir el desarrollo del propio virus o quizá incluso la posibilidad de que una nueva cepa o un nuevo virus se desarrolle.

Pero, ¿qué pasaría si supiéramos que nosotros, desde casa, incluso encerrados y aislados podemos hacer más por el planeta y por las poblaciones humanas que una vacuna? ¿Qué pasaría si cambiando un par de cosas, yendo de a poco y construyendo cada día una nueva forma de vida hiciéramos una verdadera diferencia y lográramos no sólo que este problema termine pronto, sino también que un problema así sea cada vez más lejano y difícil de desarrollarse de nuevo? Al final, nuestra vida, que tanto temíamos que se viera afectada si nos quitaban ciertas “comodidades”, ya no puede ser más diferente hoy. ¿Qué más da si ahora, en lugar de cambiar porque no queda de otra, cambiamos porque así lo decidimos y con eso tomamos las riendas de lo que sí queremos generar en nuestro propio universo?

Sucede que la forma en que hasta ahora hemos actuado y afectado a la naturaleza es la verdadera causa, el origen de esta pandemia y las muchas que pueden venir si todo sigue igual. El planeta, como un organismo vivo, responde tratando de mermar las poblaciones humanas, de equilibrarlas para mantener el sostén de la vida y las demás especies que lo pueblan.

Todo lo que hacemos, pequeño o grande, tiene una implicación para el lugar en que vivimos.

¿Qué debemos cambiar entonces? ¿Qué necesitamos hacer para que un día podamos respirar sin cubrebocas en lugares públicos de nuevo, para no vivir con la amenaza latente de un contagio? ¿Para que nuestros hijos recuperen sus espacios, sus lugares de autonomía, sus escuelas? Esa es una respuesta que va desde lo muy simplón hasta lo más significativo en nuestras vidas. Podemos hacer muchísimo, pero no necesitamos a alguien que nos venga a decir, como si fuéramos infantes, cuáles son las medidas que debemos de tomar para dejar de contaminar, de desperdiciar agua, de abusar de los recursos a nuestro alcance. Necesitamos ser conscientes del poder que cada uno tenemos para hacer la diferencia, porque ese poder es real, porque no es un discurso, no es una frase motivacional, es una urgencia.

Se dice que esta pandemia inició en China, un país cuyo nivel de consumo se ha ido incrementando década tras década de manera exponencial. Un país que privilegia el consumo antes que la vida de otros seres, que ya no caza por hambre, sino por divertimiento, por placer o por estatus. Las consecuencias de ello fueron un virus que se propagó de manera inmediata a las poblaciones humanas y que hoy se ha convertido en este problema gigante que nos tiene “encerrados”. Y lo más preocupante es que dista muchísimo de ser el último. China no es una casualidad, es el ejemplo máximo de la sociedad de consumo que somos hoy.

Nuestro modelo de consumo está basado en la depredación, en el abuso hacia otras especies.

Este es momento de reconocer el enorme potencial que tenemos para proteger a un planeta tan complejo y tan vasto como el nuestro, seamos quienes seamos. Muy probablemente, la persona que comió la supuesta sopa que nos llevó a esto, no pensaba que sería el origen de un problema así de grande, quizá la probó por simple exploración, por primera vez en su vida. Y es que siendo humanos, compartiendo los mismos genes, estamos expuestos a los mismos problemas. Por eso es momento de entender que lo que le pasa a los otros, lo que otros hacen, también nos va a alcanzar y que ese es el riesgo de vivir en comunidad.

La cura para la enfermedad que aqueja nuestro tiempo no es un medicamento, es la conciencia firme y plena de que cada uno estamos siendo un factor decisivo para el desarrollo de un problema o el bienestar de los que nos rodean. No es necesario tener que tomar conciencia usando un cubrebocas o viviendo con miedo al contagio. Protegemos más a los nuestros haciendo también otras cosas por dejar de enemistarnos con la Tierra. Todos los días, cada cosa que hacemos podemos hacerla con mayor o menor responsabilidad, pero ya no sin conciencia. La ropa que compramos, la comida que comemos, el medio de transporte que usamos y por supuesto, la forma en que procesamos lo que ya no nos es útil cada día, son maneras en que podemos elegir la libertad o el encierro forzado.   

La mejor medicina es la que reconcilia, la que protege a la naturaleza y no sólo la explota

¿Qué hacemos para curarnos?