Acercarse a Dios implica un trabajo profundo y a veces desgarrador que se puede hacer de muchas maneras. Religiosas o no, pertenecientes a un culto o como parte de una búsqueda personal en libertad que acaba religándonos, esas formas buscan unirnos con lo que le da sentido a lo que vive, a todo eso que somos capaces de contemplar y que nos sitúa en un espacio de orfandad donde ninguna otra cosa creada puede darnos consuelo. Por eso, la interpretación de lo divino, su recreación es tan necesaria con o sin el lenguaje de la fe; y es un hálito de vida, un estertor que nos sacude la conciencia y nos conecta con la divinidad en nosotros.

José Gorostiza, diplomático mexicano, perteneció al grupo de «Los contemporáneos”, nació en Villa Hermosa, Tabasco. Sólo publicó dos obras: Canciones para cantar en las barcas (1925) y Muerte sin fin(1936).
Gorostiza fue un hombre profundamente espiritual que combinó su trabajo como escritor con el servicio público. Formó parte del Servicio Exterior a partir de 1927, como representante de la diplomacia mexicana en Londres, Copenhague y Roma. Ingresó como numerario en la Academia el 22 de marzo de 1955.
Sobre «Los contemporáneos», Salvador Elizondo[1] afirma que aunque es difícil agruparlos en un período específico de tiempo, es posible reconocer que su aglomeración se dio a partir de 1915, cuando Carlos Pellicer publicó algunos poemas que encarnaron un espíritu definido, y hasta 1928, cuando la colaboración de sus miembros cristalizó en la publicación de la revista Contemporáneos, que apareció desde ese entonces y hasta 1931, momento en el cual comenzaron a dispersarse y dar un nuevo giro a su trabajo.

Acerca del trabajo de Gorostiza dentro del grupo Elizondo menciona:
José Gorostiza (1901-1973) es de todo este grupo el que en su acepción más amplia, es decir más profunda, merece el título de poeta filosófico si es que esta denominación puede ilustrar en algo el significado ultra-filosófico de la poesía. El sentido de su poema Muerte sin fin ha sido explorado por muchos y las conjeturas van desde la explicación dialéctica del mundo hasta la pluralidad de significado. Hay quienes, en nombre de la «construcción poética pura» afirman que carece de significado y que en ella fondo y forma son la misma cosa indistinta. [2]
El grupo buscó, si no la originalidad en la creación poética, sí su pureza y autonomía, con marcada influencia de poetas como Paul Valéry Stephane Mallarmé.
Muerte sin fin
Aunque está dividido aparentemente en varios poemas es unitario por las coincidencias en su temática y la estructura de su desarrollo. A través de la palabra, José Gorostiza abre una puerta que conecta al hombre con su espíritu. Ya lo dijo Paz: “[…] todos sus poemas parecen escritos en un mismo tiempo. O mejor, fuera del tiempo, en un tiempo que ya no transcurre, que sólo es.” Y así, en un “tiempo paralítico”, que ha dejado de transcurrir, el poeta abre una dimensión única y específica que queda eternizada, donde el hombre y su conciencia asisten, a través del reflejo multiplicado de su propia imagen, a la aparición de Dios.
Se ha dicho que la búsqueda de Gorostiza en Muerte sin fin es la del hombre, la muerte y lo espiritual, y no cabe duda de que es así. Sin embargo, hay un tema que quizá se ha dejado un poco de lado y es el de la palabra, el de la creación y lo simbólico; centro a través del cual se producen las revelaciones de este poeta de la conciencia.
Y bien, el conjunto de poemas inicia con un hombre que canta, que enaltece su esencia ante Dios o ante su conciencia de lo divino, y que deja a su ser revelarse en ese cobrar conciencia: “Lleno de mí, sitiado en mi epidermis / por un dios inasible que me ahoga, / mentido acaso / por su radiante atmósfera de luces / que oculta mi conciencia derramada […]”[3]. Ese ser lleno de sí, se descubre, como se descubre Narciso, en el reflejo del agua y es su propia imagen la que le revela la imagen de un dios que para ese momento no puede sino parecerle una mentira. Para poder cobrar conciencia y experimentar lo divino, el hombre debe primero romper con la atadura de la divinidad, escindirse y emanciparse.
Al igual que un Altazor[4], el yo poético de Gorostiza se revela en la ruptura. Una vez rotos los sentidos, comienza a fijar su atención en lo que él llama “el vaso”. Sí, el envase, la forma que transporta las esencias, es decir, los significados. De tal modo que traslada o añade la visión de la formación misma del poema, que es creación de lo simbólico, al propio ejercicio de conciencia de su ser divino.
Sin embargo, el yo poético de Gorostiza no se muestra divino, aparentemente. Éste se asume simplemente como alguien escindido, dramáticamente lúcido, que contempla el vacío de las cosas una vez que se han superado los envases: “No obstante ─oh paradoja─, constreñida / el agua toma forma.”[5] El agua, pues, que representa la esencia, que es libre y es perfecta sin el vaso, se torna una tormenta de fulgores y de libertades que, empero, no puede asumirse sino hasta que el ojo la mira. Ese efecto, esa imagen del ojo mirando las esencias, nos recuerda la divinidad misma, el ojo vigilante que, de no contemplar nuestro ser, impide su existencia, pues sin éste la nuestra no tiene sentido. Como el agua misma en toda su libertad y su magnificencia sin el vaso, tampoco la tiene porque no es contemplada: “[…] un ojo proyectil que cobra alturas / y una ventana a gritos luminosos / sobre esa libertad enardecida / que se agobia de cándidas prisiones”.[6]
El siguiente verso inicia de nuevo con el vaso, con el juego de significantes y significados que cobra sentido en la palabra: “¡Mas qué vaso ─también─ más providente! / Tal vez esta oquedad que nos estrecha / en islas de monólogos sin eco, / aunque se llama Dios, / no sea sino un vaso / que nos amolda el alma perdidiza, […]”. Ojo o vaso, Dios representa lo que amolda, lo que da sentido y forma a la esencia: el ser. Y el ser que cobra sentido, que es la esencia misma, es quizá él mismo: el vaso y el ojo, porque busca dar sentido a la substancia.

Entonces, Gorostiza comienza a pintar a Dios como un ente poderoso que ama a sus criaturas, que les da forma y las amolda, que permite que vibren y sean, pero que también, las ahoga y las apresa: “¿También ─mejor que un lecho─ para el agua / no es un vaso el minuto incandescente / en su maduración? / Es el tiempo de Dios que aflora un día, / que cae, nada más, madura, ocurre, / para tornar mañana por sorpresa / en un estéril repetirse inédito, / como el de esas eléctricas palabras […]”. Dios es el tiempo, es la eternidad del tiempo mismo que no deja de transcurrir, que apresa al ser y le da forma, que lo ata a su sucesión y que en el minuto a minuto da sentido a la forma, a la esencia, amoldándola.
Contrario a Altazor, obra vanguardista que marcó una ruptura con los esquemas clásicos de su tiempo y que es emblema de una generación que busca la renovación total de las formas, en Muerte sin fin no hay reniego, no hay escisión, hay una visión separada, una visión lúcida que permite contemplar, que se enoja pero se reconcilia con Dios una y otra vez:
[…] Pero en las zonas ínfimas del ojo,
en su nimio saber,
no ocurre nada, no, sólo esa luz,
esta febril diafanidad tirante,
hecha toda de pura exaltación,
que a través de su nítida substancia
nos permite mirar,
sin verlo a Él, a Dios,
lo que detrás de Él anda escondido:
el tintero, la silla, el calendario
─¡todo a voces azules el secreto
de su infantil mecánica! ─
en el instante mismo que se empeñan
en el tortuoso afán del universo.[7]
A lo largo del poema, los versos se anudan en un ruego, una plegaria lúcida e inteligente, la oración de una criatura también divina. Se trata de un poema que canta una imagen, una sensación que el poeta ha percibido, que le ha impactado y que ha sido capaz de reproducir formando una unidad dentro de la magna estructura que es toda la obra, lo cual da paso a un nuevo poema unitario que retoma alguna de las imágenes para cantar otras nuevas, para revelar nuevas esencias, en un ciclo lírico. El vaso, el agua, Dios, el ser y su conciencia cobran sentido a lo largo de una muerte lenta, pero no de lo vivo, no de lo que vibra. Sí la muerte de la inconsciencia, de la inocencia y de la ceguera.
Un poema que condensa el poder, la fuerza cognitiva y espiritual de Muerte sin fin, es quizá el siguiente:
¡Oh inteligencia, soledad en llamas,
que todo lo concibe sin crearlo!
Finge el calor del lodo,
su emoción de substancia adolorida,
el iracundo amor que lo embellece
y lo encumbra más allá de las alas
a donde sólo el ritmo de los luceros llora,
mas no le infunde el soplo que lo pone en pie
y permanece recreándose en sí misma
única en Él, inmaculada, sola en Él.
reticencia indecible,
amoroso temor de la materia,
angélico egoísmo que se escapa
como un grito de júbilo sobre la muerte
─¡oh inteligencia, páramo de espejos!
helada emanación de rosas pétreas
en la cumbre de un tiempo paralítico;
pulso sellado;
como una red de arterias temblorosas,
hermético sistema de eslabones
que apenas se apresura o se retarda
según la intensidad de su deleite;
abstinencia angustiosa
que presume el dolor y no lo crea,
que escucha ya en la estepa de sus tímpanos
retumbar el gemido del lenguaje
y no lo amite;
que nada más absorbe las esencias
y se mantiene así, rencor sañudo,
una, exquisita, con su dios estéril,
sin alzar entre ambos
la sorda pesadumbre de la carne,
sin admitir en su unidad perfecta
el escarnio brutal de esa discordia
que nutren vida y muerte inconciliables,
siguiéndose una a otra
como el día y la noche,
una y otra acampadas en la célula
como en un tardo tiempo de crepúsculo,
ay, una nada más, estéril, agria,
con Él, conmigo, con nosotros tres;
como el vaso y el agua, sólo una
que reconcentra su silencio blanco
en la orilla letal de la palabra
y en la inminencia misma de la sangre.
¡Aleluya, aleluya![8]
La inteligencia, la conciencia humana capaz de concebirlo todo, pero no de crearlo, no de darle forma, no de darle vida. Es el lodo, la esencia de lo humano, la substancia que se duele porque percibe y, más que eso, es un amor que se disloca en miles de emociones, un amor divino que enferma y que provoca el llanto cuando es posible ver más allá de lo que se puede alcanzar: la tierra misma y su nada, el puro ser esencia sin forma, eso es Muerte sin fin. Y dice Gorostiza que la inteligencia, pese a su fuerza, no es capaz de dar ese soplo divino que da sentido a la existencia y por tanto permanece en Él, como un “amoroso temor de la materia”, como un egoísmo que nos hace cobrar conciencia de lo individual pero que se transforma en un vacío de espejos, en un páramo despoblado en donde sólo está la autocontemplación, porque al final no hay más que la esencia cuando se la ha despojado del vaso, esencia informe, agotada, muerta en su conciencia de lo divino.
¿Qué somos sin el creador?
[1]Elizondo, Salvador. “Los ‘Contemporáneos’ y sus Contemporáneos”. De la introducción a la Antología Museo Poético. Enhttp://www.lamaquinadeltiempo.com/elizondo/contampo.htm. México. 1974. Febrero de 2011.
[2] Ídem.
[3] Gorostiza, José. Muerte sin fin y otrks poemas. México: Seix Barral. 2002. P. 111
[4] Huidoboro, Vicente. Altazor. México: Ediciones Coyoacán. 1994.
[5] Gorostiza, José. Muerte sin fin y otros poemas. México: Seix Barral. 2002. P. 112
[6] Gorostiza, José. Muerte sin fin y otros poemas. México: Seix Barral. 2002. P. 112
[7] Ídem. P. 115
[8][8] Gorostiza, José. Muerte sin fin y otros poemas. México: Seix Barral. 2002. Págs. 122-123