Gota a gota el vaso palpitaba. El ondear de cada caída registraba, incesantemente, recuerdos, suposiciones, prejuicios, palabras brotando sin destino o provenir alguno; rápido, lento, amontonadas, una tras otra; ritmo irreconocible. El palpitar del vaso era un intento desesperado por hallar un punto fijo.
Volvía una y otra vez a meter el dedo en el agua y ésta se adhería a esa masa que era lo mismo que tocaba pero con una densidad más alta. Membranas compuestas por otras piezas, a su vez, formadas por otras más, integradas de otros elementos constituidos por pequeñísimas partes buscadas y lucubradas muchas veces antes y aún en ese ahora por científicos, filósofos y demás seres humanos que, en un afán por controlar, buscaban el fin último e irreducible de la materia. Esos elementos, piezas, partes, constituían a su vez tejidos, repartiéndose y transformándose para darle forma a pedazos de carne especializada. Algunas veces, al hacerlo, podían tornarse duros, sólidos, fracturables, con el fin de sostener la carne que era, en ese momento, medio de su catarsis.
Un compás marcaba el acto neurótico. Pretendía contener en éste la tortura de mil emociones agolpándose en un espacio desconocido ¡Qué le importaba la parte de ella que estuviera registrando aquello! Sólo percibía el latazo sonoro. Las gotas no le abstraían, le avivaban más la compulsión.
Epicuro pretendía con el clinamen, salvar el libre albedrío en el hombre, contra los estoicos que profesaban el mecanismo fatal del destino. Ella había luchado su propio clinamen, a razón de éste y por acato al mismo se encontraba sentada frente al chacualeo rítmico pero, ¡Qué libre albedrío ni qué nada! Era regida, incluso por ese libre albedrío. Paradoja ¿Qué no lo es? El vacío no existe sin el lleno, la muerte no sin la vida, dicho sin callado, amor sin odio, por supuesto: sinestesia –tan aborrecida en ese momento- y anestesia .anhelo de su debilidad-. Al llegar a cóncavo y convexo, el borboteo se derramó, abruptamente, con furia, con el coraje antes no tenido, vacilado o escondido.
El dedo fungió –otra vez un sentido- como gancho, aliándose, a razón del cerebro, a sus semejantes. El brazo, obedeciendo al impulso eléctrico del sistema nervioso –un montón de cables orgánicos y perecederos- se asoció con el tórax que, girando sobre la cadera, le proporcionó mayor impulso a la energía de su furia.
Para entonces, se trataba de cristales, disparándose al espacio delimitado por cuatro murallas formadas por bloques semejantes entre sí, guardando el sentido de la escala. También los cristales seguían un ritmo, daba la impresión –a primera vista- de no seguir pauta alguna y sólo proyectarse hacia el todo circundante. Producían un compás, la vibración sonora de la energía potencial del brazo, convertida en cinética por medio de la ira, traspasada al cristal que había sido destrozado en la pared. Más allá había un orden permitiendo o dando paso al desorden.
El estruendo terminó por un instante con el latazo. Un golpe húmedo, sonido y movimiento –uno causa del otro-, acalló el pulular enajenado del pasado, cuando no lograba llegar al paroxismo y se encontraba en una meseta desquiciante.
Los diáfanos fragmentos le dieron un regalo. Contempló en el humo congelado de la envoltura ambiental, el alivio que no lograba poseer. Porque el control, ejercer autoridad y tener dominio sobre sí misma o su entorno, mantenía todo adecuadamente, aceptablemente, estable.
Cayó en la cuenta de tener control sobre nada o, al menos, de poseer un control superficial ante cualquier cosa que pudiera pasar por su mente. Por medio de los conjuntos, de las correlaciones, los significados, las categorías, solía mantener la salud mental. Ahora no, ahora sólo sentía como todo iba a parar al absurdo, como esa pretensión ridícula por percibirlo todo y nombrarlo le llevaba a un único camino: la falta de control. Porque la naturaleza humana no es capaz de sostener la existencia en la ausencia del nombre, hasta lo que escapa del control tiene un nombre que permite controlar. Así se inventaron etiquetas como: inefable -lo no descriptible con palabras-. El complejo mecanismo del lenguaje es una pulsión hacia el control, el orden; la descripción es una forma de conjurar el alivio. Cuando describimos estamos dando el paso más importante para controlar, pues dejamos a un lado la participación pasiva de lo que nos ocurre. Esta acción nos da un tipo de actividad invaluable: la conciencia, la capacidad de entender lo que sucede -que no comprenderlo, porque ese es tema de otro campo, el de los sentidos y las emociones, de la sensibilidad.
Fue un regalo, ver estallar todas sus desesperadas pretensiones fue, sin lugar a dudas, un regalo. Su existencia dejó de sostenerse en la descripción hecha por su cerebro, descansó del pulular enajenado. Ahora sí, la nada, que sólo es nada, absoluta nada, ni siquiera nombrable, le dio descanso, le permitió hundirse en ella, tal vez por un momento, pero al fin y al cabo descansó. Ya no había necesidad de un sentido, todo lo escuchado, mirado, sentido, probado, olfateado y percibido no había dejado de ser. Ella no era eso pero jamás dejaría de serlo. Y no dejaría de serlo porque cóncavo y convexo habían causado todo esto, aquí está la razón: hombre y mujer.
El caos es el sentido que nos sostiene, el sentido es el caos que nos sostiene. El caos o el orden dejan de existir en cuanto el otro lo hace, resultan inconcebibles el uno sin el otro. La mente humana, la referencia humana es todo lo que tenemos, para hundirnos en ese orden es requerido el caos.