Autómatas, seres que se replican sin sentido, entre la vida y la muerte, siempre buscando la supervivencia de lo que son sin un objetivo mayor que el de la propia existencia vaciada de cualquier otra pulsión que no sea la vida misma. ¿Nos suena conocido?

De alguna forma, el mito del zombi que va y viene en el imaginario colectivo con más o menos fuerza durante ciertos periodos, entraña mucho más significado que el del mero autómata en que nos ha convertido el capitalismo. La muerte, con su silencio, no es la verdadera antagonista de la vida, porque es de ahí de donde se nutre. La amenaza real a la vida es el automatismo replicante del virus, una especie de zombi natural que pulula entre la vida y la muerte y que, como lo describe Slavoj Žižek, es una caricatura biológica:

[…] los virus no están ni vivos ni muertos en el sentido habitual de estos términos, sino que son una especie de muertos vivientes. Un virus está vivo en su función para replicarse, pero es una especie de vida a nivel cero, una caricatura biológica no tanto de la pulsión de muerte como de la pulsión de vida en su nivel más estúpido de repetición.

Žižek, Slavoj. Pandemia: 25 (Nuevos cuadernos Anagrama) (Spanish Edition) (p. 46). Editorial Anagrama. Edición de Kindle.

Si seguimos la idea de que todo en la naturaleza tiene un fin, entonces cabe preguntarse ¿cuál es el papel de los virus en el concierto natural de la existencia? ¿Para qué le sirven a la naturaleza los virus? Pues bien, los virus son agentes infecciosos incapaces de reproducirse fuera de otros organismos. Están compuestos de ADN y otras proteínas. Al no poder reproducirse por sí mismos y mantenerse en un estado «latente» hasta que pueden infectar a un huésped, no se les puede definir como seres vivos, sin embargo, es ese afán reproductivo, como su mayor objetivo de ser, el que los caracteriza principalmente y el que los pone en condiciones de causar problemas en otros organismos dado que, al apropiarse de las células de su huésped, las controlan afectando sus funciones al grado de producir desbalances a nivel fisiológico en todo el organismo, enfermedades. Además, son tremendamente contagiosos precisamente porque «aprenden» a hackear las células de determinada especie buscando nuevos huéspedes para poder reproducirse en todo momento.

Y si los virus son formaciones específicas de ADN, que de cierto modo es el lenguaje, el código y el nombre («en el principio fue el verbo») con el que la naturaleza diseña cada organismo que ha de desarrollarse, entonces, como también dice Slavoj Žižek, un virus es «un resto que no siempre puede reintegrarse»:

[…] son puramente parásitos, se replican infectando a organismos más desarrollados (cuando un virus nos infecta a nosotros los humanos tan solo le servimos de fotocopiadora). Es en esta coincidencia de elementos opuestos –el elemental y el parasitario– donde reside el misterio de los virus: son un caso de lo que Schelling denominó «der nie aufhebbare Rest»: un resto de las formas más bajas de vida que surge como producto del mal funcionamiento de mecanismos superiores de multiplicación y los persigue (los infecta), un resto que no siempre puede reintegrarse al momento subordinado de un nivel de vida superior.

Žižek, Slavoj. Pandemia: 25 (Nuevos cuadernos Anagrama) (Spanish Edition) (p. 46). Editorial Anagrama. Edición de Kindle.

Si la Naturaleza creadora es un lenguaje que inicia con el verbo, la pulsión de ser que empuja a la vida a la acción, entonces el ADN es el verbo de la vida, el nombre que la Naturaleza escribe para dar origen a cualquier ser. Y siendo así, ¿puede la Naturaleza haberse equivocado con los virus? ¿Qué otra función que la de destruir, a través de la replicación infinita, pueden tener estos entes? Al parecer es esa precisamente la función del virus: la destrucción de aquello que infecta.

¿Por qué nos ataca la Naturaleza?

Desde el origen de los tiempos, todas las especies en la Tierra han convivido y han superado los virus en mayor o menor medida. De hecho, podría decirse que de alguna manera han sido factores que han propiciado la propia evolución de las diversas especies vivas que conviven en nuestro planeta y en el caso de los humanos, también ha sido así. Dado que ponen a prueba todo el sistema inmunológico de un organismo, definen su supervivencia y su propia función en un ecosistema. Pero para que los virus se pongan en marcha, hace falta algún desequilibrio en el concierto natural de las cosas. Es decir, si los virus están latentes sólo esperando el momento en que puedan ser activados, es necesario que una condición extraordinaria ocurra y eso es precisamente lo que los humanos hacemos una y otra vez: crear condiciones extraordinarias en nuestro medio que propician el desarrollo de virus cada vez más competentes.

Pensamos que el famoso Cambio Climático vendría en algún momento, pero no imaginamos que lo haría tan pronto. De hecho, la COVID-19 es sólo el inicio de todo lo que nos espera. Al inducir cambios constantes en los ecosistemas naturales, nos hemos expuesto irremediablemente al contagio y propagación de virus. La naturaleza, en pocas palabras, está poniendo las cosas en su sitio. Simplemente está tratando de recuperar el balance, volver las cosas a su cauce natural.

Viéndolo de manera muy simplista sí, los seres humanos estamos yendo en contra del balance natural de las cosas y eso ha tenido un efecto. Lo cual puede fácilmente llevarnos a la conclusión de que somos enemigos de la naturaleza y por eso está peleando en contra nuestra. Pero, ¿es tan simple como parece?

La cultura humana, para León Tolstoi -citado también por Slavoj Žižek-, vista a un nivel muy pragmático, es un código parasitario que busca nuevos hospederos para replicarse:

«Una persona es un homínido con un cerebro infectado, que se ha convertido en hospedador de millones de simbiontes culturales, y los principales factores que hacen posible esta transmisión son los sistemas simbióticos conocidos como lenguajes.»

Žižek, Slavoj. Pandemia: 25 (Nuevos cuadernos Anagrama) (Spanish Edition) (p. 47). Editorial Anagrama. Edición de Kindle.

En pocas palabras, al replicar una y otra vez nuestros usos y costumbres, nuestra cultura de manera casi automática, copiando todos un mismo estilo de vida, teniendo las mismas aspiraciones, actuamos como una plaga. Pero esto no es ajeno a la naturaleza, es decir, al hacerlo no estábamos siendo ningún tipo de monstruo expcepcional porque, si lo pensamos detenidamente, todo en la naturaleza está diseñado biológicamente para hacer eso, porque cualquier especie que goce de las condiciones necesarias para vivir y sobre explotar su medio va a hacerlo irremediablemente. Lo otro, no hacerlo, manetenernos en equilibrio, es lo verdaderamente antinatural.

¿Es nuestra artificialidad la clave para mantener el equilibrio?

Sí, una y otra vez sí. Dado que lo natural es la replicación infinita -pensemos en cada una de las especies terrestres, en los fractales como forma de configuración universal-, la no repetición es ir contra natura. Es decir, creyendo que éramos una excepcionalidad natural gracias a nuestra cultura y transmisión social de valores, en realidad estábamos comportándonos como nuestro propio código genético había sido escrito. Era cuestión de tiempo que eso nos llevara al colapso. Descubrir cómo utilizar nuestro medio y sobreexplotarlo ha sido lo más natural que hemos hecho. Y hoy, quizá, hemos llegado a un punto de no retorno, a un momento de verdadera definición para nuestra especie.

La evolución y adaptación de nuestros cerebros, nuestra capacidad para ser conscientes, es lo único que puede definir el futuro a nuestro favor. Los virus son sólo formas animadas de replicación infinita; la mayor parte de las especies vivas actúan en mayor o menor medida en función de la preservación de su grupo, pero sólo una especie verdaderamente evolucionada sería capaz no sólo del autoconocimiento, sino del cambio, de la transformación de su propia naturaleza.

Buscamos lo natural, el origen como lo que ha de ser, como eso a lo que siempre debemos volver. Estamos biológicamente diseñados para ser una plaga, para ser una catástrofe y es sólo nuestro arbitrio, nuestra voluntad, nuestra mente creadora y artificiosa, lo único que puede de verdad salvar el medio en el que vivimos, salvarnos a todos antes de que la Tierra invente un mecanismo especial para mantenernos de una vez y para siempre a raya.

¿Cuál sería entonces la clave de nuestra salvación? La conciencia, la artificialidad, el autodominio. Todo eso que culturalmente se nos ha hecho ver como la tragedia de lo humano. Pensemos en Fausto o Prometeo y su capacidad para desafiar a los Dioses. ¿Pero qué habría sido, qué será de nosotros si no tomamos nuestra vida en nuestras manos? ¿Qué será de nosotros si dejamos que nuestras pulsiones ancestrales, milenarias, sean la definición de nuestro ser?

Pero éstas no son las preguntas más apremiante porque, es cierto, todos necesitamos reconectar con nuestras capacidades creativas y ser de nuevo críticos, conscientes. El verdero reto es, ¿cómo hacer que nuestras conciencias coincidan hacia un mismo fin?

Si hasta ahora la cultura ha actuado como un aglutinador de conciencias, como un ente movilizador de masas que ha permitido que nos dirigamos de manera colectiva al unísono, ¿cuál será la nueva forma en que habremos de organizarnos, de dirigirnos de manera colectiva si precisamente la uniformidad cultural es la que nos está llevando al caos?