Alcanza la total vacuidad
para conservar la paz.
De la aparición bulliciosa de todas las cosas, 
contempla su retorno.
Todos los seres crecen agitadamente,
pero luego, cada uno vuelve a su raíz.
Volver a su raíz es hallar reposo.
Reposar es volver a su destino.
Volver a su destino es conocer la eternidad.
Conocer la eternidad es ser iluminado.
Quien no conoce la eternidad
camina ciegamente a su desgracia.
Quien conoce la eternidad
da cabida a todos.
Quien da cabida a todos es grandioso.
Quien es grandioso es celestial.
Quien es celestial es como Tao..
Quien es como el Tao es perdurable.
Aunque su vida se extinga, no perece. 

Tao Te Ching

Vivimos tiempos violentos, somos la especie más brutal de todas. No por la ferocidad de nuestros ataques, que son terribles; no por lo cruento de nuestra destrucción, que es inombrable; sino por la cotidiana expresión de nuestra naturaleza que no nos alcanza para la paz, que constantemente nos lleva a oponer resistencia y con ello a elegir el camino de la violencia.  

La identidad es la primera forma de violencia. Ser implica aferrarse a algo y en ese aferrarnos, en ese defendernos, acabamos siendo renuentes. Ahí está el colapso, el choque que es el origen de toda violencia. Somos conscientes y transformamos nuestra conciencia misma de ser en temor. Es el temor el que nos lleva a legitimar la defensa. Porque toda violencia se justifica en una defensa, no importa si ésta se adelanta al ataque, si el ataque es sólo una premonición. Tenemos que ser fuertes y resistir cualquier choque y para eso hay que ser violentos.

Al parecer con la conciencia, con el don de tomar decisiones y estar al tanto de nuestro poder para hacerlo, la violencia se nos injertó en los genes. Asusta pensar y decir que somos violentos, pero así es. El fuego que Prometeo nos regaló no sólo trajo la posibilidad de cocinar o alumbrarnos en las noches y hacer retroceder la mordida cruel del frío, también tenía la semilla del dolor y la rebeldía, la capacidad única para oponer resistencia y con ello hacer también un daño. 

Pero no somos o no queremos ser conscientes. Asusta pensar que somos capaces de agresiones tan desmedidas como hacerle estallar las vísceras a un animal que no hace otra cosa que cruzar un jardín simplemente porque queremos ejercer un poder, porque necesitamos un pequeño territorio sobre el cual tener soberanía y que ejercer violencia no está peleado con ser un padre amorosísimo, pródigo en cariño y paciencia para con los suyos. 

¿Cómo educar, cómo vivir, cómo existir sin ser violentos? 

Tampoco nos gusta pensar que quizá en la educación de nuestros hijos hay mucho más de abusivo que el golpe o el grito cuando hemos perdido la paciencia. Ser violento implica una imposición, un querer ejercer el poder, la autoridad, el dominio sobre el otro. Y qué mejor manera de hacerlo que educando, que dictando normas sobre lo que a nuestro parecer tiene que hacerse. No importa si hay que encerrar al crío en un cuarto a solas hasta que deje de berrear. No interesa si tenemos que coartar cada una de sus iniciativas con nuestra voz de mando. Lo importante es ejercer poder, diseñar al otro a nuestra imagen y semejanza o a la imagen y semejanza de lo que en nuestra cabeza se ha dibujado como lo que debe ser. 

Vivir sin violencia es una utopía a la que no debemos renunciar pero que no puede convertirse en una obsesión, porque el acto mismo de aferrarse a algo, de perseguirlo es ya violento.

Fluir en la existencia sin más que la contemplación del ser es el reto más espeluznante al que puede enfrentarse el ser humano. No hay mayor acto de rebeldía que el simple hecho de estar conscientes del propio ser. 

El rebelde es el espíritu que más aman los dioses. La historia nos enseña siempre que es al hijo pródigo al que más añora siempre el padre.