Decimos que los niños (y las mujeres) son primero pero, ¿de verdad son tan importantes para nosotros?

Mi hija de 4 años asume que cada uno de los stands con pruebas del súper es un spot de comida gratis a su antojo. Va de uno en uno pidiendo y probando de todo. Tanto que incluso ya conoce lo que suelen ofrecer. En alguna ocasión, al llegar al stand de una potente licuadora, pidió una prueba de frappé de mango. El encargado aún no la tenía lista, por lo que, sin hacer contacto visual ni dejar de hacer lo que tan afanosamente hacía, le pidió que lo esperara; 5 minutos después ocurrió lo mismo. En la tercera ocasión, mi hija se plantó frente a él diciendo: «oye, mi mamá y mi abuela me están esperando, ¿te puedes apurar por favor?» Las risas no se hicieron esperar y, aunque visiblemente molesto, el encargado fingió una amabilidad que no le nacía para, por fin, darle a mi hija su famoso frappé de mango.

¿Qué hubo de relevante en esto que mi hija hizo y por que nos pareció a todos tan incómodo, extraño, y gracioso a la vez? Más allá de que ella le pidió al empleado del supermercado algo que es una cortesía en estricto sentido, la realidad es que nada de lo que hizo estuvo objetivamente fuera de lugar: expresó su deseo en repetidas ocasiones, esperó sin ser escuchada y al final decidió darle a conocer que tenía prisa pidiéndole nuevamente por favor que se apurara. Sin embargo, no somos tolerantes ante la idea de que un niño pueda expresar de manera clara sus necesidades y darse con esto «demasiada importancia». Los niños deben «aprender a respetar a sus mayores».

¡Vaya contradicción! Nuestra sociedad pone en su discurso a los niños como lo más importante, pero actúa como si de subciudadanos se tratara en el día a día. Creemos que al convertirnos en padres, por el solo hecho de dar vida, mantenerlos y criarlos, ya estamos cumpliendo con nuestra obligación y tratamos a los niños como adultos en potencia, seres en vías de convertirse en adultos pero que todavía no tienen esa cualidad. No como personas, sino como mediopersonas. ¿A qué me refiero? Cosas tan simples como endilgarles gustos y anhelos que en realidad no tienen, modos de vida que obedecen no a su personalidad, sino a nuestro deseo de que se conviertan en tal o cual cosa.

Cuando tenía 3 años, inscribí a mi hija a clases de ballet. Para mí era maravilloso ir a su clase 2 veces por semana y sentarme durante una hora, mientras ella practicaba, a leer o a chismear en la sala de espera de su academia. Cuando la vi por primera vez vestida con su ajuar de bailarina y presentarnos a sus abuelas, su padre y a mí lo que había aprendido, me sentí la más orgullosa del mundo. Un día decidió que no quería ir más a clases. Ya lo había estado expresando tiempo atrás, pero yo me las ingeniaba para convencerla de tomar la clase a cambio de helados al final. En el fondo sentía que algo estaba mal al hacer eso, de hecho lo sabía claramente, pero creía que no estaba tan mal con tal de lograr un «fin superior». A final, un día, tras mucho insistir, mi hija simplemente decidió que no se bajaría del carro. No me quedó de otra, tuve que aceptar que ella había decidido no ir al ballet.

La verdad es que yo había decidido por ella que el ballet sería un buen condimento para su formación —esto ocurrió, claro está, mucho antes de decidir incluso hacer homeschooling—, sin preguntarme siquiera si de verdad era algo que la ilusionaba y lo peor de todo: sin respetar su deseo de no seguir haciéndolo. La realidad es que yo había proyectado mis propios deseos y necesidades en ella, había decidido que se convirtiera en bailarina porque a mí me gustaba todo lo que eso implicaba. Y así funciona la paternidad la mayor parte del tiempo, aun sin darnos cuenta. Vamos imponiendo o arrastrando a esto y aquello a los niños sin meditar mucho en ello, sin preguntarnos realmente qué tanto les apasiona o les interesa de verdad y hasta donde lo hacen incluso sólo por complacernos. Y la verdad es que incitarlos y encaminarlos no está nada mal, también es parte de nuestra tarea, de nuestro rol como padres. El punto al que quiero llegar es a ese donde el niño deja de ser visto como una persona y se convierte en «una masa moldeable» en nuestras manos, alguien que, por tanto, está superditado a nuestros deseos, necesidades y proyecciones.

Nuestro propio lenguaje es demasiado irrespetuoso con los niños. No se trata de decir buenas o malas palabras. Es lo que implica hablar de cierto modo con ellos. Frases tan inocuas como «¿que no entiendes?» pueden llegar a ser humillantes, incluso vejatorias. Una buena guía para saber si estamos hablando bien o mal con nuestros hijos es preguntarnos cómo se sentiría un colega o nuestra pareja si lo hiciéramos así. Si la respuesta es «molesto», muy probablmente no estamos siendo del todo respetuosos con nuestros hijos.

Sin ir más lejos y sin hacer demasiado largo este post, diré que en general nuestra sociedad pone en primacía a los más fuertes y condena a los más débiles a servir o a atenerse a la voluntad de quienes gobiernan y dirigen el mundo; sean mujeres, niños, discapacitados, animales o quien sea que se ponga en el camino del más fuerte. El riesgo que corremos a corto plazo es una relación conflictiva con ellos y a largo plazo, perpetuar costumbres y formas abusivas de ser. Un niño que aprende a callarse ante la voluntad de otro, será alguien que pelee en un futuro por imponer su propia voluntad. ¿Nos suena familiar? Sí, es el tipo de sociedad que heredamos de nuestros padres, una en donde prima la violencia en cada cosa que hacemos.

Los cuerpos mismos de los niños están a nuestra merced y hacemos y desahacemos con estos a nuestro antojo. ¡Sí! Nos asusta, nos parece infernal la idea de que alguien pueda abusar de un niño, pero incluso siendo su madre manipulamos sus cuerpos según nuestro antojo. Los vestimos, los cargamos, los arrastramos de un lado para el otro a veces sin siquiera avisarles. ¿Cómo esperamos entonces que aprendan a cuidarse y a protegerse del abuso?

No se trata de infantilizar al mundo, al contrario, se trata de dejar de ver como seres infantiles a los propios niños y darles un espacio en donde sean personas, en donde su opinión sea valorada —no significa que ahora ellos mandan, es algo mucho más profundo, un amor más inteligente—, en donde sus necesidades sean verdaderamente tomadas en cuenta, porque no es que los niños no estén capacitados todavía para tomar decisiones, es que es más fácil lidiar con alguien cuando sus decisiones no son importantes. Que sus cerebros y sus cuerpos sean aún inmaduros no significa que no tienen voz ni voto, significa simplemente que necesitan crecer y madurar y mientras lo hacen, merecen ser tomados en cuenta no como inferiores, sino simplemente desde sus circunstancias verdaderas.

Desde que nacemos, intentamos alcanzar el bienestar en brazos de nuestra madre, quien nos acaricia, nos lame, nos cobija y nos trata con ternura. Esta primera experiencia amorosa nos permitirá luego alcanzar una auténtica sintonía con la conciencia superior para —durante la adultez— ser capaces de crear organizaciones equitativas y de intercambio solidario. Insisto en que el placer físico y sensorial abre las puertas para establecer vínculos basados en el dar y recibir, es decir, en el beneficio mutuo.

Gutman, Laura. Una civilización niñocéntrica: Cómo una crianza amorosa puede salvar a la humanidad (Spanish Edition) . Penguin Random House Grupo Editorial Argentina. Edición de Kindle.

Así que, la próxima vez que escuchemos a un niño pedir insistentemente algo, quizá sea más conveniente deshacernos de nuestras prisas, nuestros enojos y nuestro deseo de hacer nuestra voluntad para aprender a escuchar. Al fin y al cabo, en la voluntad de esos niños estará la nuestra algún día.

Una respuesta