Vengo del origen,
vengo del lugar donde la vida reposa
donde, en medio de la oscuridad,
a la espera, se agazapa también la muerte.
Ahí donde las dos inician
y duelo y consuelo
se hallan en uno conciliados.
Vengo de donde venimos todos.
Esta vez como Virgilio
he recorrido el Inframundo como guía,
he bajado a sus sótanos y a sus cavernas
a las tantas cámaras donde el dolor reina,
para hallar y conducir a un alma.
Ahí, donde todo se pierde,
donde la desesperación y el marasmo
son el inicio de la nueva vida.
Ahí conocí el dolor que parte.
Sacerdotisa y ofrenda
oficié la misa de mi carne
que se rompió en una herida
convirtiéndome en puerta y canal
por donde la luz atravesó como un puñal
como una carga, como un bulto
que es pan y que es milagro.
Y en los mil cortes de mis músculos
en los tejidos que se abrieron,
en las membranas violadas
y en la dignidad atravesada,
encontré lo más puro de mí:
eso que me une con todo
que me desecha a mí,
para recobrarme en lo inefable
en la esperanza y el sinsentido,
en el poder de ser,
en la vida cruel que no es sino dolencia,
que es enloquecer sin darle forma a nada.
Ahí, donde me convierto en grito
en ulular para encandilar a la serpiente
en el sonido del desgarre
y en la garganta que gruñe.
Ahí, desde la oscuridad
donde mil criaturas silentes,
espantosos demonios que me devoran,
ahí, sola, frente al universo terrible,
busqué un alma a la que no le había visto la cara,
un alma que fue mi propia alma
un pedazo de mí, yo misma dividida
por amor reproducida.
Y la traje al mudo,
a la luz encaminé a ese otro ser,
que en su nacer
también a mí me ha renacido.