Cuando era adolescente y me imaginaba como madre, pensaba en las mil y un cosas que me gustaría heredar a mi hijo o hija y que querría que hiciera: que si sería un gran lector, que si no lo dejaría nunca comer comida chatarra, que si sería la criatura mejor portada, cariñosa y atenta… un sinfín de «cualidades».

Con el paso del tiempo me di cuenta del enorme esfuerzo que aquello implicaría, pero sobre todo, de lo injusto que sería. ¿Quién soy yo para decidir qué sí o qué no debe ser o hacer mi hija? Hoy me doy cuenta de que esa actitud, como muchas otras en mí, son producto de mi propia herencia y de la cultura en la que crecí.

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Ser responsable de una alguien te hace pensar que también adquieres derechos. Es lógico: si yo invierto cierto tiempo en cuidarle, lo menos que podría esperar es que actuara a razón de lo que yo deseo. Nada más alejado de la realidad cuando de una persona -y pienso que en general, cuando de un ser vivo- se trata.

El problema aquí no está en el ser objeto del cuidado, está en la mente de quien cuida. Para mí hay varios niveles que determinan este pensamiento: el primero es el que acabo de describir, asumimos que cualquier responsabilidad conlleva derechos -entendidos estos como facultades de acción y elección-. Pero el derecho es mucho más que poder decidir y mandar a otros, el derecho es justicia o razón.

El siguiente nivel es, en cierta medida, la comodidad que brinda la educación como una facultad. Cierto, yo puedo elegir o no cuidar de mis hijos y puedo también elegir o no tenerlos, y cuando elijo cuidarlos y criarlos seguramente lo hago por amor y pensando en su más alto bienestar. Lo que olvido a veces, cuando me da por ordenar, es que también pienso en mi bienestar. Para mí, siendo muy honesta, sería mucho más fácil ordenerle a mi hija qué hacer, qué decir y cómo actuar, sin darle oportunidad a nada más que a hacer lo que yo digo que debe hacer. Sentarme, entenderla, tratar de comunicarle el por qué de mis decisiones para que ella se alíe conmigo es mucho más difícil y complicado que simple y sencillamente ordenar. ¿No se parece eso a la tiranía? Sí, hay momentos de crisis, de emergencia en que no se puede ni se debe negociar con los niños, el problema es que en este mundo frenético nuestro, cada vez nos sentimos más en situaciones de emergencia que quizá no lo son. ¿Cómo esperar pacientemente a que el niño o la niña se vistan solos, suban al coche porque quieren hacerlo, aunque se haga tarde?

El nivel más profundo que nos lleva a entender la educación como un derecho es el miedo: miedo a ser juzgados y miedo a fallar en nuestra tarea como padres. En mi inconsciente subyace la idea de que si yo dejo que mi hija haga «lo que quiere», entonces no estoy siendo una buena madre. Error: hay una gran diferencia entre ser negligente y ser un tirano que no permite al otro simplemente ser. Un padre negligente deja que su hijo coma lo que sea porque no le importa su salud o piensa que no es importante cuidarla en ese momento, un padre amoroso trata de encontrar la mejor manera de que su hijo coma saludablemente respetando sus elecciones y gustos, presentándole una gran cantidad de opciones saludables para que ame comer saludablemente y no sienta que hacerlo es una obligación.

Al final, creo que la razón que hace más poderosa esa idea de que los hijos son, en cierta medida, representantes nuestros o peor: una extensión nuestra, es biológica. Hasta mucho tiempo después de que nació mi hija, yo dejé de verla institivamente como un pedacito de mí, ¡ y claro que lo es! Durante 9 meses y todo lo que duró la lactancia exclusiva, ella era yo, materia mía casi al 100%. Y esta idea me llevó a afirmar algo: nada en el mundo está separado, todos formamos parte de la misma materia y no por eso somos iguales.

Hoy sigo pensándola a través mío: cuando la visto pienso en mí, en cómo me gusta lo que trae puesto y en lo que los demás piensan cuando la ven. Me encanta cuando me dicen: «tu hija se ve divina», «¡qué bonito la vestiste!». Es un halago para mí, aunque ella sea el objeto de tal cosa. Y aunque parece algo inofensivo, al final este tipo de cosas acaban por llevarnos a creer que nuestros hijos tienen que cumplir con nuestras expectativas y que el no hacerlo los convierte en malos hijos, malas personas.

Pero no nos pongamos trágicos, que los niños sean lo que ellos quieren no significa que vamos a dejarlos hacer lo que sea o que los papeles se inviertan para convertirlos en nuestros tiranos. ¡Caray! Por algo los niños nos necesitan, pero eso no implica que haya una relación de inferioridad – superioridad entre nosotros.

Al final, creo que la educación no es un derecho de los padres, la educación es un derecho de los niños y tampoco es una especie de adiestramiento. Al tratar de «educar» a mi hija -como escuché el otro día en mi clase para padres-, no hay diferencia entre mi actitud y la del adiestrador de caninos que pone un letrero para anunciar sus servicios: «se educan perros».

Al concebir su educación como mi derecho, hago a un lado toda la maravilla que entraña descubrir y conocer a mi hija para convertirla en una caja vacía que necesita ser llenada. Ella ya es una cajita llena que simplemente requiere ir clasificando todo lo que tiene dentro, afinándolo, y que únicamente necesita aprender a utilizarlo. El conocimiento -los datos- es un accesorio: lo verdaderamente valioso son las habilidades que adquirimos con el paso del tiempo, porque no somos discos duros que guardan información, sino seres capaces de elegir, eso es lo único que nos hace reales.

Viéndolo así, mi verdadero derecho es disfrutar con ella ese proceso y compartirle las habilidades y conocimientos que yo he adquirido, abriéndome a la posibilidad latente de crecer aún más con ella en cada momento de su vida.

Hoy sé que ni siquiera me preocupa la «felicidad» de mi hija, ella decidirá si quiere o no ser feliz, habrá momentos en que  sea y habrá otros en los que no. Así es la vida. Hoy sé que mi único principio básico para ser su mamá es que mi hija tenga la capacidad y ganas de elegir, de formarse a sí misma en cada cosa que haga, por sí misma.  Que no lo hiciera me parecería verdaderamente preocupante.

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