Aquella voz le parecía la del demonio. Su música horrorosa se hacía torva, huidiza y difusa. No había deseo, la fuerza que le quedaba para tener esperanza se escapaba en el rumor de la luz que por la ventana entraba. Consuelo pasaba las horas contando las vigas del techo, tratando de descubrir de dónde venía ese rumor que le recordaba que estaba en el infierno. Los pasos en la sombras habían dejado de sonar hacía un buen tiempo. Y todo lo que ella miraba no eran sino danzas de su propia presencia en esa habitación.

La noche se asomaba sigilosa tras la cortina ajada y maltrecha. Fulgencio, su padre, había sido muy severo y terminante. No volvería salir. Estaba cansado de seguir escuchando sus tonterías sobre fantasmas que no eran sino la voz de su asquerosa conciencia, así que si la volvía a oír le rompería la cara de una buena vez. Ya había tenido suficiente con todo lo que esa lángara había hecho.

Todos los días, al salir el sol, Consuelo se preparaba para atender el molino. Su familia se mantenía de la tienda y el molino instalado a un lado. La tienda era atendida por su padre. Su madre y hermanos, cuates de tres años, permanecían en la casa que estaba atrás de los comercios. Después de la comida, Consuelo sólo debía regresar al molino para limpiarlo y cerrarlo, luego entonces le estaba permitido salir a dar un paseo de no más de una hora y regresar a casa para aprender de su madre labores de costura. Había veces en que, en lugar de coser, se dedicaban a hacer galletas o algún otro postre para venderlo en la tienda. Esos días la niña de trece años podía salir de nuevo por la tarde para llevarle a su abuela algo que lo cocinado.

Los paseos de Consuelo eran su costumbre desde que cumplió diez. Antes iba al río cercano a la fábrica de textiles a jugar con los niños que allí se juntaban. No estudió más que la primaria, siendo mujer y habiendo pocas posibilidades de que hiciera algo más que quedarse sentada en casa a esperar el matrimonio, su padre había decidido que estaría mejor ayudando con el molino.

En el pueblo la gente ya se había acostumbrado a verla cruzar el puente de arriba y caminar entre el caserío que formaba el vecindario principal rumbo al campo de fútbol y, una vez allí, treparse a un árbol hasta que los gritos de su madre la hacían volver. Para ellos era una niña enferma, pocas veces hablaba, se concretaba a hacer lo que le pedían en el molino, cobrar y decir adiós.

Durante sus paseos nunca iba más allá del campo, pero ese día en especial se encontró con algo nuevo justo allí: un circo. Los acróbatas, payasos, malabaristas y peones habían llegado la noche anterior y ya estaban terminando de armar la carpa. Los animales seguían en sus jaulas: dos burros flacos, un león pulgoso, tres monos malolientes, una jirafa vieja y una bola de perros completaban el mayor atractivo del espectáculo andante. Consuelo se acercó a la jaula de los monos para verlos de cerca, y fue entonces cuando alguien le tocó el hombro. –Hola- le dijo. –Hola- contestó ella sin mayor interés, volteó rápidamente para emprender el regreso antes de que tuviera que seguir allí pero la voz le hizo permanecer al preguntarle cosas. Poco era lo que Consuelo habría podido decir así que, empujada por una extraña inquietud, caminó con el extraño precisamente abajo del árbol donde solía estar. Allí, un beso la atrapó, nueva sensación, dulce y calma, también efervescente. Sin darse cuenta, sin esperarlo pero siguiendo una ley absoluta, terrible y sorda, pronto su cuerpo se halló unido al de aquel muchacho. Primero fue dolor, tras el dolor vinieron las ganas, una humedad tibia y un vaivén interior, lo más excitante y sorprendente que jamás había experimentado. El placer le duró demasiado poco, aún no terminaba de asimilar aquel rumor, aquel grito de su cuerpo cuando ya todo había terminado con ese líquido espeso y translúcido, tibio, que le escurría por las piernas.

Cuando comprendió que lo que había pasado excedía los límites de lo que ella misma entendía y que seguramente desde hacía horas su madre había estado gritando, se vistió y corrió sin esperar a que su acompañante dijese nada. En casa, su padre y madre la esperaban, sin preguntar nada, alentados por la extraña facha y el casi imperceptible cambio en su hija, pero que para ellos era totalmente perceptible y, a la vez, un signo de la maldad, de lo prohibido, de lo sucio, comenzaron con la obligación de acabar con la porquería, con lo diabólico. Los golpes casi no le supieron, lo que sí le sabía era esa conciencia del cambio, de la ruptura, la idea, la sensación de que algo se había colapsado.

A la mañana siguiente no hubo quien abriera la tienda y mucho menos quien atendiera el molino. Tras horas de golpes y gritos, el padre de Consuelo sólo había conseguido saber que el cómplice de la perfidia de su hija era un tipejo del circo, mismo que no atinó a encontrar entre las bestias y acróbatas, nadie pudo decirle de quién se trataba, si era parte de ellos. Si lo conocían o no, era en realidad un misterio porque ni con un nombre o con una descripción contaba el enfurecido hombre.

Sin más que hacer, don Fulgencio regresó a casa. Si no había dos culpables para reparar el daño, que él debía castigar como su deber sagrado, entonces una sola pagaría por ambos. Con toda su furia y ante la amenaza que se cernía sobre su familia, no tuvo más remedio que encerrar a la serpiente en el molino. Los días no hicieron sino confirmarle lo que ya temía, que la porquería de su hija había tenido consecuencias. El correr de los meses le demostró que sobre su casa había caído una maldición.

Encerrada en el molino, Cosuelo pasó su embarazo. Nadie le había explicado nunca qué enfermedad era esa que le inflaba el vientre que le crecía a pesar del vómito. La mamá ni se le acercaba, iba una vez al día a llevarle sobras de lo que comían en casa. Padre y madre esperaban que a falta de alimento el bastardo terminara muriéndose. No se atrevían a hacer más nada para que aquello sucediera, debían dejarlo todo en manos de Dios. Darle de comer adecuadamente a la pérfida sería convertirse en cómplices.

Una madrugada los niños del barrio comprobaron que La Llorona siempre sí existía, sus gritos se dejaron oír cerca del río. Nadie osó entrar a la covacha esa que hacía las veces de cárcel y vivienda para Consuelo y que antes había sido el molino en el que iban a moler el maíz para los tamales. La niña no supo qué hacer con esa masa informe que le había brotado de entre las piernas causándole el dolor más espantoso que jamás hubo sentido. Se arrancó de dentro todo lo que la unía con eso. Gritó, gritó con todas sus fuerzas, pidió auxilio a su madre y nadie se le acercó. Cuando las fuerzas no le dieron para más se desmayó.

En la mañana la mamá se encargó de limpiar el cuartucho. Dios había sido bueno en su misericordia y había dejado morir al bastardo o bastarda que tenía más aspecto de renacuajo que de ser humano. Enterraron al monstruo detrás del molino y a Consuelo la bañaron y la acostaron. Si vivía, si Dios la perdonaba ellos lo harían. No antes.

Consuelo nunca despertó. De entre sus piernas todavía se escapaba un tufo hediondo cuando fue enterrada. La causa de la muerte la atribuyó don Fulgencio a la infección estomacal que desde hacía cinco meses tenía en cama a su hija. Luego del entierro, los vecinos se fueron al circo que había regresado un poco menos pulgoso y con una nueva atracción: un muchacho flaco que con la música de una flauta encantaba serpientes.