Los niños tienen sus momentos preciosos. Esos que no le pertenecen a nadie más que a ellos mismos. Y tenemos la obligación de defenderlos.
Trato de recordarlo cada vez que, como hoy, Loló juega sin lavarse los dientes, sin peinarse, y en pijama, mientras yo la espero para el trabajo de hoy que, gracias a ese juego que decidió jugar tan concentradamente, es probable que no se dé.
Pero tengo que defenderla, eso es lo que en realidad, detrás de todos mis afanes como madre, termino haciendo: defenderla de todo, hasta de mí misma. Porque un niño, y más uno que brilla con su propia luz, se ve amenzado todo el tiempo por el mundo y los deseos de los adultos. Nuestras críticas, nuestra necesidad de controlar algo que dentro de nosotros mismos no podemos controlar, que nos proyecta sobre ellos, es lo que nos arrastra a decir una y otra vez lo que tienen que hacer. Y lo he comprobado, cada vez que trato de imponer mis deseos y necesidades, de mermar su voluntad para ejercer la mía, ese brillo tan precioso que la hace ella, única, se apaga un poquito y su carácter se vuelve hostil.
¿Cuántos y cuántos niños apagados, ensimismados, miedosos y faltos de coraje vemos a diario? Pero es que, tan acostumbrados ya al condicionamiento, pensamos que es normal, que la obediencia debe ser ciega, que no deben siquiera atraverse a cuestionar la orden. Como si todo el conocimiento, la guía y la dirección debiera de venir de nosotros. ¿Cómo pretender que encuentren su propia voz? ¿De qué manera podemos esperar que algún día sean independientes, líderes, autónomos? Si todo lo que han hecho siempre es seguir órdenes, ¿cómo esperar entonces que sean independientes?

Confundimos estructura con control
Sí. Los niños necesitan estructura. Por supuesto que sí. Un niño que no entiende qué debe hacer, cuándo y para qué, porque no tiene horarios, tareas y hábitos, es un niño que sufre abandono. Y eso es una forma de maltrato. El problema está cuando interiorizamos un modelo de control en el que dejamos de ver al niño para ser nosotros quienes todo el tiempo estamos perfilando lo que queremos de nuestros hijos, sin atrevernos a conocerlos. Me explico: es algo tan inocuo como evitar que nuestro hijo escuche cierto tipo de música no porque el contenido no sea adecuado para su edad -o cualquier edad-, sino simple y llanamente porque a nosotros no nos gusta, porque no va con nuestra personalidad y, ¡qué horror que el niño escuche eso!
Elegimos todo lo que el niño puede y no puede hacer y decidimos si es o no es capaz antes siquiera de que pueda demostrarlo. Se trata del progenitor que le pone colchón, foam y cuanta cosa asegure el bienestar de su hijo por toda la casa, ¿les suena? Pero no sólo eso, es el que tampoco deja al chico acercarse a los cuchillos ni por equivocación o decide hasta cómo se debe o no usar la resbaladilla y cuándo es medianamente capaz el pobre niño de subir un par de escaloncitos.
Suficiente secuestro viven los niños al no poder salir a su antojo, como para que encima, encerrados, tengan que pedir permiso y verse obligados a estar entre los márgenes de nuestras inseguridades para no causar un alboroto.
Control es algo muy diferente a estructura. La estructura es el esqueleto sobre lo cual todo lo demás descansa y ese sí es nuestro papel: generar un ambiente, un ritmo y hasta sugerir, recalco: SUGERIR, el contenido que los niños han de elegir para revestir sus propias vidas. La estructura son las reglas, son los horarios, son los deberes que cada padre decidimos que se requieren para llevar nuestra vida familiar, porque finalmente, son nuestro derecho y nuestro deber. Sin embargo, el juego del niño, el interés y a veces hasta la forma, es algo que él necesita decidir para poder estar capacitado un día para crear su propia estructura.
Me explico con un ejemplo fácil. ¿Por qué no obligar a mi hija a que antes de jugar se lave los dientes? Porque el juego, su juego de rol en el que ella ha creado una historia, en el que está viviendo tan apasionadamente su propio drama, es la forma más preciosa de aprender que tiene un niño. Porque interrumpirle ese espacio de inspiración y ensoñación en libertad que ella está viviendo en ese momento es una locura. Es como si yo llegara con mi escritor, pintor, arquitecto, favorito mientras está creando, a decirle que por favor vaya y se lave los dientes porque son las 9 de la mañana y no lo ha hecho. ¿Les suena sensato? ¡No, es una grosería! Claro que mi hija tiene que hacerlo, claro que si no se lava los dientes le van a salir caries, claro que tengo que generar un hábito. ¿Cómo hacerlo entonces? Buscando un espacio, creando un nuevo ritmo. A mí me funciona, por ejemplo, hacerlo cuando ha dejado de jugar o cuando por sí misma pretende cambiar de actividad y requiere de mi cooperación o participación. Entonces sí, le recuerdo que su deber es lavarse los dientes después de desayunar y que si no lo ha hecho, entonces no podemos pasar a otra cosa. Y no, no es fácil. El 99.9% de las veces pone objeciones y sí, a veces quiero encerrarla o hacerla actuar a punta de gritos -y a veces, también llega a suceder que la desesperación por no encontrar una mejor forma de motivarla, me lleva a emitir unos cuantos gritos.

Cuando los demás no dejan de opinar
¿Y qué tal la presión que ejerce todo el mundo a nuestro alrededor? Que si la niña debería avisar y pedir permiso para hacer cada cosa que se le ocurre, que si necesita más control, que tiene un carácter bien difícil, que no está quieta un segundo, etc., etc.
Cada padre, cada familia y cada niño es distinto. Necesitamos interiorizar eso por principio de cuentas. Lo que a unos les funciona, puede que a otros les resulte un verdadero desastre. Cada padre estamos haciendo un trabajo enorme con nuestros hijos. Un trabajo que no sólo es para ellos, sino también para nosotros como seres humanos. Trabajamos diariamente, ininterrumpidamente, para modelar nuestro propio carácter, para superarnos a nosotros mismos al ser padres. Tener y criar un hijo nos pone constantemente frente a nuestros demonios, nuestras inseguridades y carencias, frente a todo eso que necesitamos corregir, desarrollar y evitar de nosotros mismos. Suficientemente estresante es eso como para que encima haya quien venga a criticar o a sugerir que lo que estás haciendo como madre no es lo adecuado porque él o ella tiene una visión diferente de las cosas.
Y ojo, no se trata de aquellas comentarios que buscan el verdadero bienestar, aquellas observaciones que sólo alguien muy cercano y lleno de amor puede llegar a hacer. No, me refiero a todos esos temores infundados, esas críticas, esas opiniones que los demás tienen sobre la forma en que tus hijos se comportan porque tu manera de criarlos no es la adecuada. Para mí es muy fácil: ¿quieres hacer una sugerencia? Actúa desde tus hijos y si a mí me parece que es algo digno de seguirse, de aplicarse, no te preocupes que lo haré por mí misma.
Ahí está el meollo del asunto: cuando criticamos, cuando insistimos en dar nuestra opinión sin que nos la pidan, es cuando justamente ese trabajo nuestro, está quedando rezagado. Precisamente porque hacemos a un lado nuestro deber, empezamos a ver la necesidad de hacerlo en otros. Llevar a cabo todo ese trabajo de interiorización y actuar en consecuencia para corregir algo que nos incomoda, es demasiado difícil y retador. Me explico de nuevo: es un tipo de escape en el que en lugar de preguntarme por qué mi hija no se lava los dientes cuando debe y en qué estoy fallando como madre, o si en realidad estoy fallando porque no se lava los dientes, voy a darle un discurso al vecino sobre la importancia de poner horarios y de revisar los dientes de sus hijos cada 6 meses a la menor provocación y bajo cualquier pretexto.

Los niños pueden y deben resolver sus propios problemas
Desde la mamá que no deja que sus hijos utilicen la resbaladilla para escalar en lugar de resbalarse, hasta la que le dice a su hijo que él no puede jugar esos juegos porque él no es así -¿cómo es un niño entonces?-, hay una cantidad infame de cosas que hacemos para condicionarlos como si de los perros de Pávlov se tratara.
Interrumpimos sus juegos, vigilamos que el discurso esté bien, que compartan, que jueguen bonito, que no se ensucien, que no lean cuentos de niños de 10 cuando tienen 6, que no peleen… ¿cómo queremos libertad para nosotros si no los dejamos estar un solo momento sin nosotros y nuestra estricta vigilancia? Los niños necesitan resolver sus propios conflictos. No hablo de dejarlos a su suerte para que el más grande los golpee, hablo de dejarlos resolver sus problemas como niños, dejarlos incluso jugar sin que estemos ahí revisando e interviniendo para que el juego sea siempre el «adecuado». Dejarlos que sean ellos quienes pidan ayuda antes de intervenir. Así de simple.
Si mi hija decidió irse a jugar con niñas más grandes que ella, corre muchos riesgos, sí, como el de aprender a hacer cosas diferentes, a tener otros gustos. Ya habrá tiempo de darle mi opinión sobre lo que ha descubierto y de ayudarla a decidir qué es lo que prefiere hacer y si eso le traerá algo que la haga sentirse feliz y crecer. Y si alguien la lastima, si algo le pasa, vendrá a mí, vendrá a mis brazos para que la proteja, para que la cure, para que la repare.
Pero si antes de que ella me necesite yo estoy ahí para abrirle camino, dudo mucho que ella aprenda algún día a hacerlo. Si yo interviniera a cada momento sobre la manera en que debe o no comportarse en su propio juego con sus amigos, va a ser muy difícil para ella actuar, tomar decisiones y atreverse a ser sin que yo esté. Y no, nuevamente no se trata de dejar que tenga comportamientos abusivos, pero sí de dejar que encuentre su propia manera de hacer las cosas y que aprenda sus propias lecciones. Si mi hija decidió tomar y jugar con todos los juguetes del otro niño y éste no dijo nada, ¿quién soy yo para hacerlo? Si alguien no quiere jugar con ella, ¿cómo obligo al otro a hacerlo? En cambio, puedo demostrarle, cuando me necesite, que ahí estoy para ella y que si lo desea, podemos jugar ella y yo.
Lo resumo: estar ahí siempre para que nada le pase, la va a privar no sólo de los dolores, sino también del aprendizaje y de toda la felicidad que su propia persona pueda conquistar.
La naturaleza ha diseñado a los niños para jugar e indagar por su cuenta, sin intervención de los adultos. Necesitan libertad para desarrollarse, y si carecen de ella, sufrirán. El impulso a jugar libremente es básico, biológico. La carencia del juego en libertad tal vez no mate el cuerpo, como la falta de comida, de aire o de agua, pero mata el espíritu y atrofia el desarrollo mental. El juego en libertad es el medio por el que los niños aprenden a hacer amigos, a vencer sus temores, a resolver sus propios problemas y, en general, a controlar sus propias vidas. Es asimismo el medio básico por el que los niños practican y adquieren las capacidades físicas e intelectuales esenciales para el éxito en su cultura. Nada que hagamos por ellos, incluidos los juguetes, el tiempo de calidad y el entrenamiento que les proporcionemos, puede compensar la libertad que les quitemos. Lo que los niños aprenden con sus propias iniciativas, en el juego libre, no puede enseñarse de otra manera.
Gray, Peter. Libres para aprender (Spanish Edition) . Grupo Planeta – México. Edición de Kindle.
Por último, vivimos en una sociedad secuestrada por la inseguridad, donde quizá, la mayor pérdida la están llevando los niños. Es verdad que dejar a un niño solo en la calle es completamente una locura hoy en día, sin importar el barrio en que vivamos en México, pero también es verdad que nuestro temor y nuestra propia inseguridad han secuestrado sus libertades a tal grado que ya no tienen espacio ni para jugar a su gusto en ambientes «controlados» como parques, fraccionamientos cerrados, fiestas infantiles, casas, etc. Necesitamos generar más espacios para que los niños puedan vivir en libertad. Ya sea que un grupo de vecinos nos organicemos para cuidar a todos los chicos en la colonia durante ciertas horas o hacer reuniones periódicas en parques, etc.
Lo cierto es que necesitamos abrir nuestras mentes y dejarlos ser, defender su libertad a toda costa, porque esa es la educación y la crianza más poderosa que podemos darles como especie.
